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Francisco Javier Nguyen van Thuan era el arzobispo de Saigón. Y durante trece años nadie, fuera de unos pocos amigos fieles, supieron nada de él
00:03 domingo 11 junio, 2023
Lecturas en voz altaEl 15 de agosto de 1975, durante la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, en la ciudad de Saigón (hoy Ho Chi Minh, Vietnam), fue arrestado Francisco Javier Nguyen van Thuan y llevado a una de las tantas cárceles que el gobierno comunista había acondicionado para guardar en ellas a las personas peligrosas e indeseables. Francisco Javier Nguyen van Thuan era el arzobispo de Saigón. Y durante trece años nadie, fuera de unos pocos amigos fieles, supieron nada de él. ¿Dónde estaba encerrado aquel hombre delgado, bajito y valiente cuyo único crimen había sido predicar el Evangelio en un lugar donde estaba prohibido terminantemente hablar de Dios? «Ese día –el día de su arresto, según cuenta él mismo en un libro autobiográfico- fui invitado al Palacio de la Independencia. Allí me detuvieron. Eran las dos de la tarde. En ese momento, todos los sacerdotes, religiosos y religiosas habían sido convocados al Teatro de la Ópera con el fin de evitar cualquier reacción por parte del pueblo… Salí vestido con la sotana, y llevaba un rosario en el bolsillo. Durante el viaje a la prisión me doy cuenta que lo estoy perdiendo todo. Sólo me queda confiarme a la Providencia de Dios… Desde aquel momento está prohibido llamarme obispo, o padre. Soy el señor van Thuan. No puedo llevar ningún signo de mi dignidad. Sin previo aviso, Dios me pide que vuelva a lo esencial». En aquel calabozo húmedo y maloliente, el arzobispo celebraba diariamente la Eucaristía para él solo con una migaja de pan y tres gotas de vino que depositaba con mucho cuidado, para no desperdiciarlas, en la palma de su mano: «Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos para pedir lo más necesario: ropa, pasta de dientes…Les puse: “Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago”. Los fieles comprendieron en seguida. Me enviaron una botellita de vino de misa con la etiqueta: “Medicina contra el dolor de estómago”. La policía me preguntó: «-¿Le duele el estómago?
«-Sí.
«-Aquí tiene una medicina para usted.
«Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la Misa. ¡Éste era mi altar y ésta mi catedral!». Pero el arzobispo seguía lejos de su pueblo y, en ocasiones, creía volverse loco de pesar: «¡Pueblo mío! –se decía angustiado-. ¡Pueblo mío que tanto amo: rebaño sin pastor! ¿Cómo puedo entrar en contacto con mi pueblo en el momento en que más me necesita? Aquella separación me partía el alma». Pero una noche reaccionó, recibió una luz: «Francisco, es muy sencillo: haz como San Pablo cuando estaba en la cárcel, que escribía cartas a varias comunidades».
«A la mañana siguiente le hice una señal a un niño de siete años, Quang, que volvía de misa a las 5, todavía oscuro, y le dije: «-Dile a tu madre que me compre blocs viejos de calendarios.
«Esa noche, de nuevo en la oscuridad, Quang me trajo los calendarios y todas las noches de octubre y noviembre de 1975 escribí a mi gente mi mensajes desde la prisión. Cada mañana el niño venía a recoger las hojas para llevárselas a casa, de modo que sus hermanos y hermanas copiaran el mensaje. Así nació El camino de la esperanza, libro que se ha publicado en once lenguas». Yo tengo un ejemplar de ese libro, y, cuando lo leo, me imagino a aquel arzobispo escribiendo en la oscuridad y trato de guardar sus pensamientos en un lugar especial de mi memoria y de mi corazón, pues al ser las palabras de un hombre que no sabía si iba a morir al día siguiente o no, lo que éstas dicen no son más que cosas esenciales. En uno de sus pensamientos habla de vivir el presente, y dice así: «Cada palabra, cada gesto, cada llamada telefónica, cada oración, deben ser la cosa más bella de nuestra vida. Demos a todos nuestro amor, nuestra sonrisa, sin perder un segundo. Que cada momento de nuestra vida sea el primer momento, el último momento, el único momento». Se nota en el consejo la urgencia de vivir y el sentimiento de la provisionalidad de la existencia. ¿Quién sabe si lo último que haré en este mundo lo haré hoy porque ya no habrá mañana? ¿Quién sabe si este saludo, esta llamada telefónica y esta sonrisa serán lo último que pueda hacer? Por eso hay que hacer lo que hacemos con el afecto de quien está a punto de emprender una larga caminata y quiere despedirse. Vivir el presente no significa pasárselo bien, como a menudo se piensa; vivir el presente, el clave cristiana, significa: ama, sé cariñoso, sonríe, porque acaso esta sonrisa sea lo último que recibirán de ti esas personas de las que quizá hoy, sin que lo sepas, te estás despidiendo; haz que lo último que recuerden de ti sea algo bello. ¡Eso es lo que significa, y no otra cosa, vivir el presente! ¿Mañana? ¡Quién sabe si exista el mañana, al menos para mí! Por lo tanto, y por si las dudas, en todas las cosas que tengo que hacer hoy pondré, como se dice, todo el corazón. No sé, no sé si mañana me sea posible rectificar una palabra mal dicha o una expresión desagradable. No sé, tampoco, si mañana estarás tú también aquí. Por eso, hagamos caso a aquel prisionero solitario y no dejemos para después el afecto que podamos darnos hoy.