Vínculo copiado
Juan Jesús Priego Rivera, 04 de mayo
00:02 domingo 4 mayo, 2025
ColaboradoresEl anciano hizo finta de proseguir, pero calló una vez más. Parecía más
aburrido que fatigado, aunque no podría asegurarlo: tal vez estuviese más
fatigado que aburrido. Luego, tras una pausa larga, continuó así:
-Es paradójico que para hablar del silencio haya que maltratar el silencio,
¿no le parece? ¡El silencio no admite explicaciones y menos aún definiciones! Y,
sin embargo…
Sin embargo, pese a lo que acababa de decir, tras otra pausa ahora más
breve, el anciano siguió maltratando el silencio que tanto decía amar:
-Es preciso acostumbrarse al silencio. El silencio es bueno; es reparador.
El ruido, en cambio, mata. Al sonido de los cláxones, los pajarillos caen de las
ramas exhaustos, muertos de cansancio.
-¿De cansancio? –pregunté.
-De cansancio, sí. Porque nacieron para volar y cantar, y desean hacer
siempre que pueden una cosa y la otra, pero al tratar de hacerse oír por los
transeúntes, inmersos en el rumor del ambiente, mueren de fatiga.
-No lo sabía –dije.
-Y, además, estaremos en silencio mucho tiempo, de manera que sería
bueno ya desde ahora aprender a estarnos con la boca cerrada. ¡Los cementerios
son silenciosos!
Una risita extraña iluminó su semblante.
-¡Así es, amigo mío! Los muertos no hablan porque tienen la boca llena de
tierra. Morir significa partir sin maletas, sin nada, al país del silencio.
Como no sabía yo qué decir, dije:
-En una novela de Flannery O’Connor, la escritora norteamericana,
aparece un anciano, Mason Tarwater –vea, recuerdo su nombre de memoria-,
que dice un día a su sobrino nieto, a quien tiene secuestrado para hacer de él, en
el futuro, un profeta: “El mundo ha sido creado para los muertos. Piensa en
cuántos muerto hay. ¡Hay un millón de veces más de muertos que de vivos! Y los
muertos permanecen muertos millones de años más de cuanto permanecen vivos
los vivos”.
-Je, je –hizo el anciano. No reía en a, sino en e: no con franqueza, sino con
algo de malicia-. ¡Es verdad! ¡Es verdad! Pero considere que, de alguna manera,
esto lo había dicho ya, mucho antes que Mason Tarwater, la más grande mujer
que ha dado la antigüedad: me refiero a Antígona, por supuesto. La valiente, la
aguerrida. ¿Recuerda el argumento de la tragedia que nos cuenta su historia?
-¡Sí! Creonte, el tirano, su tío, ha prohibido dar sepultura a unos rebeldes, y
entre esos rebeldes está Polinices, el hermano de Antígona, y entonces… -Entonces ella trató de convencer a su hermana Ismene que debían
hacerlo, pese a todas las prohibiciones del tirano, pues antes que las leyes de los
hombres estaban las de los dioses. ¡Enterrar a los muertos era un deber sagrado,
y tanto más cuanto que, entre esos muertos, estaba nada menos que uno de su
sangre! Para convencerla, pues, de que tenía que ser audaz, le habló en los
siguientes términos: “Es mejor estar de parte de los muertos que de los vivos, ya
que de éstos seremos compañeros durante un tiempo muy breve, mientras que de
los muertos lo seremos durante siglos y siglos…”. ¿Y no es éste un razonamiento
irrefutable? Por eso, es preciso amar la vida silenciosa: para acostumbrarnos a
ella. Parafraseando a Antígona se podría decir también: “Con los vivos
hablaremos durante un tiempo muy breve, en tanto que estaremos en silencio
con los muertos durante siglos y siglos”. Se trata, para decirlo ya, de irse
entrenando. No sé si me entiende usted.
-Sí, pero… -dije.
-Piense en los monjes. ¡Cómo guardan el silencio! ¿Y sabe por qué? Porque
ellos ya están muertos: muertos, al menos, para el mundo. Y ya que hablamos de
literatura, hay una novela traducida al castellano en la que uno de mi edad habla a
una niña, que lo escucha arrobada, y lo que le dice es esto:
“-¿Que si es muy malo ser sordo? Nada de eso. No sabes tú lo que me
alegro de no tener que oír tanto jaleo. ¡La tranquilidad y la paz son cosas tan
buenas…! Además, yo sólo oigo cuando quiero; cuando no quiero oír, me basta
con cerrar los ojos… ¡Ah, tú no sabes todavía lo que es el silencio! ¿Quieres que
te lo explique?
“-¡Explícamelo! –le rogó la niña.
“-El silencio es eterno. Lo fue siempre y siempre lo será. Es invariable e
infinito. Tú vienes de él y a él vuelves de nuevo. Él ama únicamente a los que no
lo temen, y llegará un momento en que seremos presa suya todos y todos los que
estás viendo alrededor de ti… Los hombres luchan contra el silencio, pero llega
un momento en que él los hunde en su interior, les ahoga la palabra en la boca y
los mata… Llegará el momento en que todos habremos muerto”.
-¡Interesante! –exclamé-. ¿Y qué novela es?
-¿Qué te importa? Por otra parte, no recuerdo el título. Apunté la cita en
una libreta, pero me olvidé de anotar la referencia. ¡Qué más da! Por eso, amigo,
intente ejercitarse en el silencio desde ahora. Intente descubrir su dulzura. ¡Es
más hermoso callar que hablar! Y los gestos de cariño que marcan más
hondamente el alma son casi siempre silenciosos. Amar el silencio es, en cierto
modo, amarnos a nosotros mismos. Porque, de aquí un tiempo, usted se habrá
convertido en un gran silencio, y yo también. Quizá los azares de la vida nos
hagan estar juntos en el cementerio, pero, esto sí que puedo asegurárselo, por
más cerca que estemos, no nos hablaremos. ¡Ni una palabra saldrá entonces de
nuestros labios! Estar muerto es haber sido devorados por el silencio…