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¿Me quieres? –preguntó la mujer...
00:03 domingo 17 diciembre, 2023
Colaboradores-¿Me quieres? –preguntó la mujer. Acababa de sentarse junto a su marido en el sofá de la sala y lo único que se le ocurrió, mirándolo a los ojos, fue hacerle esta pregunta. Por lo demás, siempre se la hacía, en las mañanas y por las noches, al levantarse y antes de dormirse, aunque nunca quedaba satisfecha con la respuesta. -Sí –dijo el esposo mientras buscaba a tientas el control remoto de la televisión-. Ya sabes tú que sí. Tú bien sabes que te quiero. La mujer se puso de pie y fue a la cocina a dos cosas: a apagar la hornilla en la que hervía el café y a llorar en silencio. Sí. Este sí no le había gustado nada. El tono, ese giro de la voz… Le parecía que había en aquella declaración –que le pareció patética- un dejo de ironía. ¿O quizá de indiferencia? ¿Era un sí que quería decir: «Por favor, déjame en paz»? La última vez que le hizo esta pregunta –apenas ayer, a la hora del noticiero nocturno- también había llorado a causa de este sí que entonces le pareció un tanto desganado y quizá hasta lleno de un hondo fastidio. Además, había tardado mucho en pronunciarlo: no había sido todo lo espontáneo y alegre que ella hubiese deseado que fuera. ¿Por qué, por ejemplo, había guardado un largo silencio antes de responder? ¿Es que antes de decir estas cosas es menester pensarlas? Se imaginó lo peor: «Él ya no me quiere». Y si era así, ¿por qué no se lo decía francamente? ¡Mil veces habría preferido un no enérgico, decidido, a esos desganados movimientos de cabeza que a pocos convencían y a nadie emocionaban! -Si ya no me quieres, mejor dímelo de una vez por todas –rogó la mujer secándose las lágrimas y colocando sobre una mesa plegable una taza de café-. Todo es mejor a esos «ya sabes tú que sí» con que intentas salir del paso. Su esposo se le quedó mirando. No con extrañeza, pues él también ya estaba acostumbrado a tales reacciones por parte de su mujer, pero sí con enojo. -Bien sabes que te quiero –dijo-. No sé cómo quieres que te lo diga, con qué lenguaje o en qué idioma. –Y picó en el control remoto para cambiar de canal. -Pues no te oyes muy convencido que digamos. -Y, sin embargo, soy sincero. No te engaño cuando te digo que te quiero. -¿Pero, entonces, por qué no me lo dices sin que tenga yo que preguntártelo? Así era siempre. Y un día esta mujer fue a buscarme para que la aconsejara.
Quería la separación. Según ella, las cosas no podían seguir de este modo por más tiempo. -El tono con que me dice que sí cada vez que le pregunto si me quiere, me saca de mis casillas. No es el sí, compréndame usted, sino el tono que emplea. Pareciera que le estoy preguntando si le gustaría que lloviese hoy… -Pero si no la quisiera, señora –le dije-, su esposo sencillamente se quedaría callado, ¿no le parece? -No me parece. Él no se atrevería. Lo conozco bien. En el fondo es un cobarde. Por eso trata de salvar la situación esos sí debiluchos con los que no consigue tranquilizarme. ¿Cómo convencer a esta pobre mujer que uno no debe andar por la vida preguntando si nos quieren o no? Porque cuando hacemos esta pregunta nos exponemos a recibir respuestas que nunca nos satisfarán del todo. Aun cuando nos digan que sí en el mejor de los tonos, siempre podremos decirnos a nosotros mismos: «Su respuesta parece sincera, pero ¿lo es verdaderamente? ¿No estará sólo dándome por mi lado?». En otras palabras, siempre correremos el riesgo de hacer la pregunta en el momento menos oportuno y entonces la respuesta, por más sincera que sea, nos parecerá fría, hipócrita y forzada. En su libro Self Creation el psicólogo norteamericano George Weinberg da a estos ansiosos de afecto el siguiente consejo: «No hay que pedir a la gente que nos proporcione seguridades. No hay que preguntar a los amigos si lo quieren a uno… Aquí también hay que defenderse y examinar su motivo: la incertidumbre. Actuar de acuerdo con esa incertidumbre no permitirá que desaparezca nunca: sólo se pueden provocar nuevas preguntas y nuevos temores. Una vez que se ha preguntado, cualquier respuesta obtenida se antojará sospechosa. Si es lo que uno deseaba escuchar, se teme que no sea sincera, sino obligada. Si, en cambio, no se obtiene la respuesta deseada, estará segura de que los peores temores se están realizando. Y en ninguno de los dos casos obtiene uno lo que buscaba: la seguridad a toda costa». Y concluye el doctor Weinberg: «No llame usted a su pareja a mitad de la noche para saber lo que quiso decir realmente al despedirse. Trate de vivir sin estar preocupado o armado constantemente. No sólo se está volviendo paranoico con sus investigaciones, sino que probablemente se está convirtiendo en veneno para los demás». «¿Qué amor hay que no esté temblando?», se pregunta el filósofo francés André Comte-Sponville en uno de sus libros. Y la respuesta más sincera sólo podría ser ésta: ninguno. El amor es temeroso por esencia: ¡el mundo está tan lleno de gente! Gente amable, simpática, atractiva… Más amable, simpática y atractiva que nosotros. De ahí la peligrosa tentación de traer y llevar al ser querido como con un bozal por las calles del mundo. Le digo entonces a mi angustiada visitante: «No, no hay que preguntar nunca a nadie cuánto nos quiere; hay que conformarnos, humildemente, con decirle cuánto lo queremos y conformarnos con eso. Lo demás ya no depende de nosotros». Ella me mira y guarda silencio. ¿Qué más le puedo decir?