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A mí la oración mental siempre me ha costado mucho: mi cabeza, desde que recuerdo, ha sido siempre un panal de zumbidos
00:03 domingo 8 diciembre, 2024
ColaboradoresA mí la oración mental siempre me ha costado mucho: mi cabeza, desde que recuerdo, ha sido siempre un panal lleno de zumbidos. Tal es el motivo por el que, cuando rezo, prefiero escribirle a Dios largas cartas en las que le digo todo lo que de otra forma no podría decirle y, también, por lo que he acabado convirtiéndome en un apasionado coleccionista de oraciones encontradas aquí y allá a lo largo de mis lecturas. Recuerdo, por ejemplo, lo que escribí a Dios una noche en que la idea de la muerte me tomó por el cuello y casi me estrangulaba. Esta larga oración, poco después, se convirtió en el epílogo de un libro que la Universidad Autónoma de San Luis Potosí me publicó en el año 2001 con el título de Devuélveme la alegría. En los alrededores del misterio del mal: “Señor, a la hora en que mi corazón se vuelva loco, cuando los doctores se desesperen y las enfermeras busquen debajo de las sábanas mi pulso perdido; cuando dé lo mismo que exista o no el sedante, Tú no me abandones. Aunque me veas con los ojos cerrados, yo te escucharé por detrás de los párpados. Entonces tómame del brazo… Déjame sentir un poco de calor en esta estancia aséptica que no caldearán los focos ni las pantallas encendidas. Yo te escucharé a pesar del ruido de los aparatos, de la pantalla que registre mis latidos. Estaré atento no a tus labios, pero sí a tu voz. Háblame. Invítame a arrojarme a tus brazos para que no tema dar el salto. Trátame como si fuera un niño al que le dan miedo las cosas nunca vistas. Tú no me fuerces. Me va a dar miedo saltar, pero Tú estate allí. Contigo a mi lado todo será más fácil. Sólo tenme un poco de paciencia y yo lo haré todo por mí mismo. Y, cuando haya saltado, alégrate por mi causa. Haz que no entristezca a nadie el agudo chillido del monitor, que se quedará pitando hasta que todos sepan lo que ha pasado. Únicamente ayúdame a cerrar la boca, y espérame allí con los brazos abiertos”. Cuando un amigo mío leyó esta oración anduvo diciendo un poco en todas partes que ésta había sido plagiada de un libro del padre Joaquín Antonio Peñalosa (1921-1999) titulado Diario del Padre eterno. Pero Dios sabe que no fue así, porque en aquel entonces yo no había leído aún ese libro. ¿Cómo explicar tal similitud? Quizá porque ambos, como sacerdotes, compartimos eso que don Miguel de Unamuno llamó la cultura ambiente. He aquí lo que, quince años antes que yo –en 1985-, había escrito el padre Peñalosa: “Padre, déjame poner unas líneas en tu Diario antes de que se acabe la tarde. Porque ya queda poco sol en las bardas. Y el reloj no da las horas, las quita.
“Sé que vas a venir a juzgarme en el momento mismo en que yo me marche. Despiértame, por si me hallo dormido. Anestesiado, inconsciente, descerebrado, con ese inútil parpadeo que se llama vida artificial. “Soy un hombre, ¿me ves? Soy todo el hombre. Amasado en barro pecaminoso. Mírame, Padre, por si yo no puedo verte entonces, Cuando de nada sirva el marcapaso, las radiaciones, el sedante. No habrá otra fuerza que la que tú me des. “Pasa, háblame, vuelve a hablarme. ¿Qué hora es? Es la hora de la fiebre, del pulso perdido, del temor, del corazón vuelto loco. ¿Qué hora es? La noche. Pasa, dime una palabra, la que más te gusta a ti y a mí. ¿Estás ahí, Padre? Míralo, agoniza. Es el estertor, la turbia mirada, la boca abierta, frío, cada vez más frío. El médico dice: “Ha muerto”. ¿Y tú qué dices, Padre? Dime la palabra que espero: “Hijo, pobre y querido hijo mío”». Claro que esta oración es mucho más bella que la mía, pero por lo menos no es más sincera, pues ambas nacieron del mismo dolor, de la misma angustia. Por último, para concluir este pequeño breviario parea agonizantes me gustaría transcribir aquí una plegaria que a mí me gusta mucho y que seguramente no conoció el padre Peñalosa, pues el libro en el que yo me la encontré no está entre las obras de su biblioteca; es del poeta belga Karel Van der Oever (1879-1926) y se titula Oración para la hora de la muerte: “Señor, si muero
un día de diciembre,
las sábanas
y mi rostro tendrán el amarillo sucio de la remolacha,
mi barba estará enmarañada de sudor,
mis manos llenas de angustia agarradas a la almohada.
Ten entonces, Señor,
a punto para esta pobre oveja
tu misericordia inmensa.
Porque toda mi vida he sido un pigre, un insensato,
un impúdico, un orgulloso, un fatuo;
el vino y la cerveza siempre han sido mi flaco
y están sucios mis dientes de tabaco.
Señor, cuando esté agonizando
y mis pies estén fríos como el mármol
y la vela gotee ya en mi mano
y el doctor diga: ‘Se ha acabado’;
cuando al pie de la cama
el cura rece: ‘Señor, tomadlo en vuestro seno’,
que yo pueda elevarte esta plegaria:
¡Concédeme, Señor, vuestro perdón inmenso!”.
¿Plagio, robo, imitación? Angustia ante lo desconocido, más bien; pero, sobre todo, confianza en un Dios que nunca nos ha dejado solos y que no nos dejará, tampoco, cuando todos se alejen moviendo tristemente la cabeza.