Vínculo copiado
Que un ciclista sin casco muera en un accidente es absurdo y trágico
00:01 jueves 7 agosto, 2025
ColaboradoresAprecié a Carlos Ramírez Powell. Lo supe un conversador delicioso y estimulante. Disentí con él en casi todo. Algo lo conocí.
Habrá que decir también que lo saludé exactamente dos veces en la vida –la mía, que aún brega; la suya, hoy trunca– y que nunca sostuve una conversación con él.
Con Carlos me unían no una sino dos amistades profundas: la que él sostenía con Mara Robles y la que Mara sostiene conmigo. Culpo a Mara de que nunca hayamos coincidido más de 5 minutos en el mismo espacio físico pero también se lo agradezco: experimentar a Carlos de oídas y por interpósita persona, por whatsapp reenviado y grito proferido a un par de metros de la bocina telefónica fue un extraño, raro, feliz, divertido privilegio.
Para beneficio de quienes no son tapatíos –o chilangos atapatíados como yo– daré aquí de Carlos la definición de puesto que le confirieron Jis y Trino cuando lo invitaron a un capítulo imperdible de su Chora interminable, el programa caótico y vivificante que les coproduce el Canal 44 de la Universidad de Guadalajara: intelectual apocalíptico. Hombre de radio –fue en dos ocasiones director de Radio UDG, donde lideró un equipo que incluyera a la actual rectora Karla Planter, quien reconoce en él a un mentor–, supo de comunicación y de rock, de política nacional e internacional, de energías sucias y limpias –y de su mercado, sus políticas y su regulación: fue su último gran tema– y lo suficiente de medicina y farmacología para hacerme rabiar a todo lo largo de la pandemia, ya a través de sus participaciones mediáticas, ya por lo que Mara me reportaba de sus observaciones privadas. ¿Por qué digo entonces que le tuve aprecio y le tengo respeto? Porque nunca le oí o le supe un discurso que no evidenciara una inteligencia compleja en acción. Puesto de otro modo, porque no le daba hueva pensar (cualidad rara en nuestros tiempos).
Genio y figura, Carlos Ramírez Powell murió en el cumplimiento del deber a su muy peculiar e irritante estilo, es decir dirigiéndose en bicicleta a Canal 44, donde lo esperaban para su comentario editorial. El pavimento tenía una fisura –no una zanja, no una grieta: una mera fisura–, la rueda se atoró en ella, Carlos cayó y cayó mal. No llevaba casco, lo que acaso le haya parecido libertario y glamoroso pero terminó por resultarle fatal.
Tiene el tristísimo episodio dos moralejas. Una es que las calles por las que Gene Kelly pedaleaba con la cabeza desnuda en Un americano en París eran de linóleo; fuera de los platós hollywoodenses, la gente de razón usa casco. Otra es que la imagen del funesto momento que queda en el video de las cámaras de seguridad es la de un hombre rebelde y elegante –de traje impecable– que hasta para perder el equilibrio tenía gracia. Por lo que sé de Carlos, se habría reconocido con gusto en ella.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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