Vínculo copiado
#ESNOTICIA
#ESNOTICIA
No, no hubiera podido leer Nudo de víboras
00:02 martes 1 octubre, 2024
ColaboradoresEstoy seguro de que este hombre que casi llora frente a mí no ha leído nunca Nudo de víboras, la novela de Francçois Mauriac (1885-1970), pues de haberlo hecho se habría reconocido en Louis, ese avaro que no hizo en su vida otra cosa que acumular y que al final no sabía qué hacer con todos sus millones. No, no hubiera podido leer Nudo de víboras. Para eso habría tenido que darse tiempo, hacer silencio, atemperar aunque fuese un poco esa fiebre de poseer que se había apoderado de él desde las más tempranas etapas de su existencia. ¿Para qué leer cuando era necesario ganar, negociar, acrecentar sus bienes? Yo ya sabía que era rico, y ahora venía a verme porque, como Louis en esa novela que nunca leyó, se sentía al borde de un abismo del tamaño de su tristeza. -Mis hijos desean que me muera de una vez por todas –decía sollozando-. Y hasta hacen cálculos para saber cuánto le tocará a cada uno… Yo protestaba diciéndole que tal vez no fuera así, que quizá se imaginaba cosas que no eran, etcétera: en fin, lo que suele decirse en circunstancias parecidas. Pero yo sí había leído Nudo de víboras y sabía que era muy posible que los pensamientos de sus hijos fueran precisamente éstos y no otros más piadosos. -También mis nietos hacen sus cálculos y discuten acerca de cuál de sus padres debería recibir más. ¡Ah, los he escuchado! ¡Como si no supiera lo que significan esos guiños maliciosos que se hacen entre ellos mientras comen! El hombre lloraba. En otro tiempo había sido duro, implacable, sobre todo con aquellos que le debían, pero ahora se mostraba débil, blando como una vela que se aproxima a la hoguera. San Bernardo definió así la avaricia en una de sus cartas: «Temor de pobreza que vive siempre en indigencia». ¿Podría decirse mejor? El avaro, por miedo a que algo le falte en el futuro, se niega a sí mismo durante toda la vida justo aquello que no querría que le faltase nunca. Pues bien, así vivió siempre mi interlocutor: acumulando, abriendo cuentas, cobrando rentas. Pero ahora sus hijos deseaban su muerte. Lo supo cuando –como Louis- los escuchó hablando entre susurros a través de una puerta mal cerrada. -¡Y pensar que trabajé para que nunca les faltara nada! Pero esto no era cierto. Él no había trabajado para ellos. El avaro no trabaja más que para sí mismo, y si pudiera llevarse su fortuna al otro mundo, sin pensarlo dos veces se la llevaría. ¡Ah, es tan bello poseer! -Pero déjeme decirle todavía otra cosa, que aún no se lo he dicho todo. Mi tragedia no termina aquí. ¡Si aquí terminara, mi única preocupación sería taparme los oídos y hacer como si ignorase! Pero no. Mi desgracia consiste en no saber lo que tengo… ¡Como! ¿No sabía lo que tenía? No, pues según me dijo más tarde, estaba perdiendo la memoria gracias a un Alzheimer que el médico ya se había atrevido a llamar por su nombre. -He olvidado lo que tengo. Sencillamente, no lo sé. Sé que tengo casas, muchas casas, pero no sé dónde están, ni cuántas son… -¿Y si buscara los títulos de propiedad entre sus papeles? ¡En alguna caja fuerte han de hallarse! –dije sólo por no quedarme callado. -No los tengo juntos. Recuerdo haberlos guardado en lugares distintos para que nadie los encontrara. ¿En qué lugares, debajo de qué lozas o piedras? No lo sé. Sentí una gran compasión por este hombre. Todo lo que había hecho en su vida se disolvía en la nada. ¿Y no era esto, en efecto, como para llorar? En El Judas de Leonardo, la novela de Leo Perutz (1882-1957), aparece un hombre que ha perdido la memoria. «Nadie sabe cómo se llama en realidad, ni él mismo lo sabe… A veces, es cierto, cree acordarse, y entonces desvaría, dice que es hijo de un duque o de algún otro noble y que había realizado viajes de placer, y que tenía casas en la ciudad, fincas, estanques con peces, bosques y la jurisdicción sobre numerosos pueblos y que todo eso le estaba esperando, pero no sabía dónde». ¡Vaya problema! ¿De qué sirve tener si no sabemos dónde se encuentra precisamente lo que nos pertenece? Pensé en mí mismo. ¿Qué iba quedar al final de tantas lecturas, de tantas horas quitadas al sueño para saber más? Nada. Y si de mí también –como de este anciano- se apoderara de pronto el olvido, ¿qué quedaría? Nada, nada, nada. ¡Ah, qué expuesto está lo que guardamos sólo en nuestra memoria! Mientras el hombre lloraba mesándose los cabellos en gesto evidente de desesperación, me vinieron a la mente las palabras que el entonces cardenal Joseph Ratzinger (después, el Papa Benedicto XVI) pronunció en los funerales Juan Pablo II, su amado antecesor: «Debemos dar un fruto que permanezca. Todos los hombres quieren dejar una huella que permanezca. Pero, ¿qué permanece? El dinero, no. Tampoco los edificios permanecen; los libros, menos. Después de un cierto tiempo todas esas cosas desaparecen. Lo único que permanece para siempre es el alma humana, es decir, el hombre creado por Dios para la eternidad; el fruto que permanece es el que hemos sembrado en las almas humanas». Lo que hemos hecho a favor de los demás: he aquí lo único que quedará, lo único que podremos llevarnos, ahora lo comprendía: todo lo demás irá a parar a la nada, al olvido, a otras manos. ¿Confiar en la propia memoria? No, sino depositar nuestras obras en la memoria de Dios, allí donde el tiempo no carcome: ese mar inmenso, infinito, por el que no navegan las barcas del olvido. Entonces, aunque nosotros ya no nos acordemos de nada, Él sí recordará. «Guarden sus tesoros en el cielo», dijo Jesús una vez; es decir, en la memoria divina: porque en cualquier otra parte están siempre en peligro.