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María partió y fue sin demora a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel (Lucas 1, 39)
00:02 domingo 3 noviembre, 2024
Lecturas en voz altaSi ya fuera yo un predicador de esos que suelen hablar cada domingo en los púlpitos de las catedrales y de las basílicas, no diría acerca de este texto grandes cosas. Diría, en cambio, cosas humildes y tan sencillas como el grano de mostaza del que nos habla el evangelio, o como el Niño que María lleva ya en su seno, pero que ayudaran a los hombres a vivir.
Diría, por ejemplo, algo como esto:
«Hermanos míos queridos: dos cosas nos enseña hoy la Virgen, Nuestra Señora; dos cosas que se hallan en vías de extinción y que nos hacen mucha falta. ¿Cuáles son estas dos cosas? El texto que acabamos de proclamar lo dice brevemente: saludar y visitar. Y entrando en casa de Zacarías, saludó a Isabel. ¿Cómo saludó la Virgen a su parienta, con qué movimientos de su cuerpo? O, dicho con otras palabras, ¿cómo se saludaban dos mujeres de pueblo en aquellos tiempos lejanos? No lo sé –mis conocimientos de aquella época no llega a tanto-, aunque, en todo caso, esto es lo de menos. Lo que sí sé, en cambio, es que saludo y salud proceden del mismo árbol lingüístico y brotan de idéntica raíz. ¿Qué significa esto? En realidad es muy sencillo: que las personas que saben saludar son por lo general saludables y felices, en tanto que las personas que no practican nunca este arte sencillo suelen ser tan arrogantes y necias que tarde o temprano acaban por enfermarse. Usted sale un día de su casa y, al ver pasar a su vecino, lo saluda cordialmente. Pero éste ni siquiera se inmuta y sigue su camino con esa cara de ogro que siempre pone a la vida. El vecino no está sordo: oyó el saludo, supo que alguien le hablaba, pero ni siquiera se giró para ver quién era porque es antipático. Ahora bien, ¿no nos parece que la gente que obra así está como enferma de algo? ¿Qué los entretiene tanto en su interior que nada notan del mundo exterior? Y, así, yendo por la vida sin saludar y sin ser saludados, van aislándose de los demás y quedándose solos, es decir, poniéndose enfermos. En María, hoy, somos todos invitados a encontrar la salud a través del saludo, es decir, de las buenas relaciones con los demás. Y con respecto a esto, hermanos queridos, aún querría decir otra cosa. Hay que enseñar a nuestros jóvenes el arte del saludo, pues éste les está faltando, ¡y de qué manera! Obsérvenlos ustedes cómo contestan el teléfono: apenas oyen la voz que se desgañita al otro lado del hilo diciendo un nombre cuando éstos responden con voz áspera y rotunda: «No, no está», y cuelgan. Ni siquiera un buenos días, una pregunta de cortesía, una despedida afectuosa. No, sino que tranquilamente cortan la comunicación y regresan a donde estaban, es decir, a seguir navegando en Internets . Y cuando alguien llama a la puerta de su casa, ¿cómo responden?
-Buenos días –dice el recién llegado-. Busco a…
-No está –le responden dándole un portazo en las narices-. ¡Adiós!
Y quizá sí esté allí aquel por quien preguntaban, pero ellos no tienen ganas de ir a buscarlo. Así pues, queridos hermanos, si quieren ustedes vivir saludablemente, no pierdan el tiempo practicando esos largos y complicados ejercicios orientales que hoy se han puesto tan de moda: despidan al que se va, saluden a quien llegua con el mismo afecto con el que María saludó a Isabel y verán cómo muchas penas y achaques desaparecen como por ensalmo. ¿Y qué otra cosa nos enseña Nuestra Señora en este texto que acabamos de leer? Nos enseña este otro arte olvidado: el arte de visitar. ¿No es cierto que hoy preferimos llamar por teléfono a nuestros seres queridos en lugar de ir a buscarlos? Y, sin embargo, a veces es necesario no conformarse con esto e ir derechamente a verlos allí donde están, necesitados y solos. Con frecuencia estos seres de los que hablo son un padre o una madre, un tío o una abuela, un primo o un amigo. ¡Hay que correr hacia ellos con rapidez y con el cuerpo listo para el abrazo! Pero, ¡ay!, nuestras casas son hoy tan cómodas que nos cuesta mucho tener que abandonarlas, aunque sólo sea por unas cuantas horas. Además, llegamos del trabajo tan cansados que… Sí, y no obstante eso, es necesario hacernos presentes allí donde nuestro saludo es echado de menos. Visitar es ponerse en camino: una peregrinación, y, por lo tanto, una práctica espiritual de entre las más altas y meritorias. En determinadas circunstancias, peregrinar a un santuario vale lo mismo que peregrinar a la casa de nuestra tía, si ésta se halla sola y no tiene en este mundo ni perro que le ladre. Conozco a un joven ejecutivo que los domingos, cuando descansa, ve unas cinco películas a lo largo de la jornada, y que, cuando le dicen que existe el deber de visitar a un pariente suyo tan querido como olvidado que desde hace tiempo no está nada bien de salud, dice en tono de protesta:
-¡Pero es que yo no tengo tiempo!
¿No tiene tiempo? ¡Pero si acaba de chutarse cinco películas! Reconozcámoslo: si hoy estamos más solos que nunca, es porque hemos olvidado desde hace tiempo el arte de la visita. Dijo una vez Isabel Allende, la famosa novelista chilena: «La muerte no existe. La gente sólo se muere cuando la olvidan». Visitar es demostrarles a los otros que seguimos pensando en ellos. Hermanos: yo hubiera podido hacer aquí, ante ustedes, un esbozo de mariología: después de todo, he llevado ya esta materia en el Seminario y algo podría decir sobre esta materia; pero he querido hablarles únicamente de estas cosas sencillas, pero también necesarias. Creo que María Santísima se alegraría más si los ve saludarse y visitarse mutuamente que si los oyese recitando de memoria citas de padres de la Iglesia y pasajes de teólogos famosos… Sí, si yo tuviera que predicar una fiesta mariana, con decir esto a los feligreses de mi parroquia sería más que suficiente.