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A esta edad las personas no cuentan más y pueden ya considerarse (económicamente) muertas.
00:04 domingo 26 diciembre, 2021
ColaboradoresSegún Manuel Castells, famoso sociólogo de la universidad de California, la edad en la que hoy un individuo deja de ser interesante para el mundo laboral, para la empresa capitalista, es de 54 años. A esta edad las personas no cuentan más y pueden ya considerarse (económicamente) muertas. ¿Por qué razón? En realidad existen no una, sino varias razones. La primera de ellas es que los que superan este límite difícilmente logran adaptarse a los vertiginosos cambios tecnológicos. Por ejemplo, son más reacios a utilizar computadoras (muchas veces ni siquiera saben encenderlas o apagarlas), a navegar en el ciberespacio (a pesar de sus braceos, sienten que se ahogan en el mar electrónico), o a darle a la corporación más horas de las que exige el contrato (no saldrán a las 7 si deben salir a las 5); tampoco obedecen fielmente las órdenes superiores (en la empresa, para decirlo ya, sienten tener algunos derechos) y, por si todo esto fuera poco, se enferman con una facilidad que soprende y disgusta sobre todo a jefes, capataces y mandamases Otra razón por la que estos viejos se vuelven indeseables es la de que no siempre logran adaptarse a la flexibilidad requerida por las nuevas empresas. Como éstas hoy se fusionan, se compran y se venden unas a otras en un abrir y cerrar de ojos, los trabajadores son enviados constantemente a ciudades y países de los que no sabrían la existencia de haber reprobado en su niñez la materia de geografía. Hace dos años, por ejemplo, estuvieron en Cracovia; hoy están en Filadelfia y todo parece indicar que en el año 2022 deberán transferirse a Buenos Aires o a Canadá. ¡Pues bien, los hombres «demasiado maduros» no están dispuestos a semejantes movimientos! Por desgracia, no todos son Abraham, que salen de su casa sin rechistar y sin saber si algún día volverán a ella… Pero existe aún una tercera razón, y es que los viejos suelen tener un poder de voz que perturba constantemente las decisiones de la organización. Por lo general, éstos son más críticos que los jóvenes y se permiten objeciones que los de menos edad jamás se permitirían. A este respecto, resulta sumamente esclarecedor lo que escribió Richard Sennett en su libro The Corrosion of Character: «Los trabajadores más viejos tienden a juzgar a sus superiores de manera mucho más mordaz que quienes están comenzando apenas su carrera. La experiencia acumulada les otorga eso que el economista Albert O. Hirschmann ha llamado poder de voz, lo que significa que son propensos a criticar decisiones equivocadas, y que lo hacen más por lealtad a la empresa que por un dirigente en particular. Por el contrario, los trabajadores más jóvenes generalmente toleran con mayor facilidad las órdenes equivocadas. Si comienzan a sentirse mal, lo más probable es que se vayan. Como dice Hirschmann, están más dispuestos a salir». ¿Y qué es lo que sucede con estos ancianos de 54 años o más? Que pasan a formar parte del vasto grupo de los pobres, es decir, del número de los que ya no cuentan. Porque, no hay que olvidarlo, hoy la pobreza no abate tanto a los trabajadores cuanto a los no productivos, es decir, a los que ya no son productivos, los que nunca lo han sido ni probablemente lo serán (los jubilados, los discapacitados, los enfermos crónicos, los ancianos, etcétera). En la actualidad lo peor que puede pasarle a un hombre no es ser explotado (aún en semejante condición podría, aunque sea como las bestias, sobrevivir), sino ser sencillamente excluido, ignorado, puesto aparte, como sucede con los muertos. En uno de sus últimos libros, El managment del futuro, Peter F. Drucker escribió lo siguiente: «Si uno no es un alfabetizado computacional, no espere que nadie en la organización lo respete... Mi nieta de cinco años no tendría ningún respeto por mí si yo le dijera que tengo miedo del teléfono. Es más, ni siquiera me creería. Los tiempos cambian y nosotros debemos cambiar con ellos». Esto es exactamente lo que ha pasado: que al viejo, por no ser un «alfabetizado computacional», nadie lo estima. Y se le despide de todos lados sin misericordia para que pase a formar parte del amplio mundo de los muertos vivientes. Pero un día los jóvenes que hoy reemplazan a los viejos verán que ya no tienen pelo, sentirán una punzada aquí y un estremecimiento allá, o que les tiembla el pulso a la hora del café: en una palabra, que el tiempo ha pasado; entonces descubrirán que están cerca de la edad fatídica y empezarán a agitarse pensando que pronto deberán ser reemplazados por unos jóvenes que un día, como todos, también cumplirán 54 años de edad, y serán reemplazados por otros jóvenes que, a su vez... He aquí lo que escribió Víctor Alba en su Historia social de la vejez al hablar de las sociedades primitivas: «Es verosímil que donde más se generalizó la costumbre de eliminar a los viejos fuera en las sociedades nómadas, debido a la dificultad de los ancianos para seguir a la comunidad en sus traslados. Los viejos, antes de serlo, tuvieron el derecho de eliminar a sus padres envejecidos y decrépitos. Entre los teutones, los padres podían matar, mandar matar o vender a sus hijos y éstos podían matar a sus padres cuando ya no producían, pero no antes. Más frecuente que la muerte dada es el abandono o que se indique a los viejos –por el jefe o por el consejo- que se den muerte o se dejen morir. Los viejos encontraban esto natural. Puesto que ellos, de jóvenes, habían hecho lo mismo con los ancianos…». Víctor Alba está hablando de las sociedades primitivas, de los grupos humanos de antes de Cristo. Y, al leer este texto, me pregunto: ¿estaremos, amigos míos, volviendo a la edad de las cavernas? Viendo cómo están las cosas, la pregunta no es tan insensata, después de todo… ¿O sí lo es?