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Apelar a la moral encubrió la corrupción: símbolos en vez de resultados, impunidad en lugar de escrutinio
00:10 miércoles 24 septiembre, 2025
ColaboradoresYa casi nadie se acuerda, pero hubo un tiempo –hace no tanto– cuando el propósito de la autodenominada “cuarta transformación” era, en palabras de Andrés Manuel López Obrador, “moralizar la vida pública”. Corrían los años del triunfalismo obradorista, de las esperanzas desbordadas por el ascenso de un líder opositor que diagnosticó la corrupción como raíz de todos los grandes problemas nacionales e hizo de su denuncia una de sus principales banderas. Los escándalos que estallaron durante el sexenio de Peña Nieto lo dotaron de una inmensa credibilidad moral frente a una clase política crecientemente desprestigiada y se convirtieron en un potente agravio social que lo catapultó a la Presidencia de la República.
Ya como presidente, López Obrador cultivó una idea atractiva, autocomplaciente y profundamente voluntarista al respecto. Hizo de su frugalidad personal el emblema de una nueva era; insistió en que la prioridad de su administración era incorporar servidores públicos que tuvieran “90% de honestidad y 10% de experiencia”; y apenas al año de haber tomado posesión pronunció un discurso en el que declaró muy ufano: “ya puedo aquí, con la frente en alto, viéndolos a los ojos, puedo hasta sacar mi pañuelito blanco para decirles que ya no hay corrupción”.
Desde entonces, los voceros del oficialismo se dedicaron a pontificar airadamente que el expresidente predicó con el ejemplo, renovó la percepción e impulsó un “cambio cultural” al respecto. Lo cierto, sin embargo, es que los casos de corrupción se siguieron acumulando durante su sexenio, al tiempo que desplegaba una incansable ofensiva contra todas las instancias que contribuían a combatirla: la ASF, el INAI, las organizaciones de la sociedad civil, la prensa, la academia... El resultado, para quien tenga ojos y no se los tape, está a la vista. Es el problema de querer celebrar lo simbólico en lugar de habérselas con lo concreto: que la realidad, tarde o temprano, siempre termina refutando la propaganda.
No es que los esfuerzos de López Obrador contra la corrupción no rindieran frutos; es, más bien, que los frutos que rindieron son los contrarios de lo que prometió el presidente. La credibilidad de sus promesas, en ese sentido, operó menos como compromiso ético de su gobierno que como garantía de impunidad para su coalición. ¿O acaso no fue él mismo quien sostuvo aquello de que “todos los negocios jugosos de corrupción que se hacen en el país llevan el visto bueno del presidente de la república”?
Aunque amarga, la experiencia no deja de tener sus aprendizajes. Uno, que la corrupción es un fenómeno demasiado complejo y arraigado como para admitir respuestas simples y rápidas. Dos, que es más fácil crear la apariencia de que se está combatiendo la corrupción que asumir los costos de combatirla de veras. Y tres, que en un entorno de tanta debilidad institucional como el mexicano, siempre ha sido políticamente más viable transigir con la corrupción que ser implacable contra ella.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@carlosbravoreg