Vínculo copiado
#ESNOTICIA
#ESNOTICIA
Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII
00:02 domingo 9 febrero, 2025
ColaboradoresYa a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro». Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres. Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por
unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!». La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre. «Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea». Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera. Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que
nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra
época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un
libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese
ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se
titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:
«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto
al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La
dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según
dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo
invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del
síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas
generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que
una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de
profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o
autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos.
En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por
100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los
setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay
un 6 por 100 que padece de esta afección». ¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos
que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!...
¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la
siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se
entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto
más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y,
con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo?
Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con
tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre
próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el
don augusto de reír». Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni
creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién
podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es
el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de vera creyéramos
en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros
pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa
lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa
nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de
regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los
hombres aún tenían fe…