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Dijo una vez Martin Heidegger (1889-1976) a su amigo Jean Guitton: «Si quiere usted progresar tanto en filosofía...
00:03 domingo 14 enero, 2024
ColaboradoresDijo una vez Martin Heidegger (1889-1976) a su amigo Jean Guitton: «Si quiere usted progresar tanto en filosofía como en religión, permita usted que los niños le hagan preguntas. No siempre podrá responderlas, pero esto le hará descubrir la verdad». Nunca olvidó el filósofo francés aquella recomendación, y muchos años más tarde, cuando escribía sus bellísimas Lettres ouvertes (un libro hermoso, magnífico, que a nadie se le ha ocurrido todavía traducir al español), se dirigió a un niño amigo suyo para hacerle ver que los de su edad eran auténticos filósofos, y que él, por su parte, debía saber conservar en su mente y en su corazón las preguntas que solía hacerse a sí mismo y hacerle a los demás cuando era pequeñito: «Un día me preguntaste qué es el ser y no supe responderte. En otra ocasión me dijiste: “¿Por qué soy Francisco y no otro?”. Y luego: “Tenemos dos ojos. ¿Por qué entonces no vemos dos cosas, por qué no vemos doble?”. Y regresando de tus clases de Catecismo: “Entiendo quién es el diablo y quién es el buen Dios. Pero, dígame, ¿por qué Dios, que es omnipotente, no mata al diablo?”. Pues bien, las preguntas que haces son precisamente esas que ningún filósofo podría responder». Sí, sólo los niños hacen las preguntas verdaderas: todo niño es un pensador que se ignora a sí mismo. Y si ahora escribo este artículo es para intentar dar respuesta a la pregunta que una niña de nueve años me hizo hace unas semanas al salir de Misa (pregunta que, por lo demás, yo nunca me había planteado): -¿Por qué lloró Jesús ante la tumba de su amigo Lázaro, si Lázaro ya estaba con Dios? ¡Qué pregunta, Dios mío! Y la chiquilla me la hizo así, como si nada. Cuando se me acercó, yo creía que sólo venía a despedirse de mí. Pero no. Sólo me hizo la pregunta y se fue, dejándome desconcertado y al mismo tiempo feliz. ¡Ella sí que había puesto atención al evangelio del día! Y yo ahora, con la pluma en la mano, me pregunto: «De veras, ¿por qué lloró Jesús aquella vez, si Él bien sabía que no está en este mundo la verdadera vida? ¿Y no había dicho Él mismo en otra ocasión que el grano de trigo debe caer en la tierra y morir para dar luego mucho fruto?». Los predicadores, los teólogos y los exegetas, al contemplar los ojos húmedos de Jesús ante la tumba de Lázaro, se lanzan a hablar enseguida del valor de la amistad, o de la santa humanidad de nuestro Salvador que esas lágrimas hicieron patente. Y yo quedé siempre satisfecho con sus respuestas, hasta que vino esa niña y me obligó a replantearlo todo de nuevo. Es verdad: si Lázaro ya estaba con Dios; si el grano de trigo tiene por fuerza que morir, ¿de dónde acá ese llanto? ¿No hubiera sido mucho más lógico –es decir, mucho más acorde a su doctrina- que Jesús se mostrara feliz? Después de todo, ¿no solemos decir los cristianos que la muerte es la puerta que da a la otra vida, o bien el pasillo que conduce a ella? He aquí una respuesta más o menos trivial a semejante interrogación: -Es que Jesús quería mucho a su amigo, y era hasta cierto punto natural que mostrara pena. Siempre lloramos ante un ser querido que se va. De acuerdo: todo esto es justo, pero yo no quedo satisfecho. También suele decirse: -Es que Jesús, al ser plenamente hombre, deseaba mostrar a todos su humana condición. Ahora bien, conformarse con esto, ¿no sería tanto como decir que Jesús se limitó a ejecutar una linda comedia? No, la respuesta debe ser otra, y de ella voy a hablar ahora, admitiendo de antemano que se trata de una simple conjetura. Jesús lloró aquella vez porque esta vida es muy valiosa. Y perderla, aunque después nos espere el cielo, es siempre una desgracia. ¡Haber venido a este mundo no es cosa de poca monta! Y quien crea, como dice la canción, que la vida no vale nada, no solamente se equivoca, sino que además peca contra la verdad, pues Dios piensa exactamente lo contrario. Si vivir fuera cosa de nada –algo despreciable en sí mismo- ¿por qué iba Dios a traernos a este mundo? Vivir es algo magnífico; nuestro mayor tesoro es nuestra vida, y perderla es sufrir el mayor de los males. Todo un mundo acaba con aquel que muere: un mundo hecho de voces y recuerdos, de sufrimientos y alegrías, de palabras y silencios: una vida que nunca se repetirá. ¡Cuántos recuerdos, cuántas voces desaparecen de este mundo cuando un hombre exhala su último suspiro! ¿Quién, si está sano de la mente, querría morirse? Una vez, según cuenta La Fontaine en una de sus Fábulas, un hombre llevaba a sus espaldas un pesado atado de leña. Y tan cansado estaba de aquella carga que la arrojó al suelo y maldijo la vida: «¡Ojalá viniera la muerte!», gritó malhumorado. Apenas había dicho esto cuando la muerte en persona se le apareció, diciéndole: «¿Me llamabas, amigo? Pues bien, aquí estoy. ¿Qué quieres de mí?». El hombre empezó a temblar de la cabeza a los pies. «No –dijo-; bueno, sí, te llamaba, pero únicamente para que me echaras una mano con este fardo que me punza las costillas». No hay que creer demasiado a los que se quejan de la vida y juran querer morirse: es muy probable que sólo hablen para no quedarse callados, como el campesino del cuento. La vida es la vida, y perderla siempre nos dolerá. Por eso lloraba Jesús: por ese mundo maravilloso que con Lázaro se extinguía. Es más, tanto le duele a Dios que perdamos nuestra vida, tal es la desgracia que sufre el hombre cuando muere que, en compensación y como para consolarlo de esta pena, le da luego una vida eterna. En el corazón de nuestra fe late esta verdad: tan malo es morir, que el mismo Dios ha querido bajar del cielo para pagar la deuda que el hombre tenía contraída con la muerte. ¡Nada menos!