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Hablar de educación de calidad en México se ha vuelto un lugar común
00:02 sábado 3 mayo, 2025
ColaboradoresHablar de educación de calidad en México se ha vuelto un lugar común. Se menciona en discursos, en planes gubernamentales, en informes de transparencia y en conferencias de prensa. Sin embargo, el uso frecuente de este concepto ha erosionado su significado real. Lo cierto es que el acceso a una educación de calidad sigue siendo una promesa incumplida para millones de niños y jóvenes, especialmente en contextos rurales, marginados y comunidades indígenas. No se trata solamente de tener una escuela abierta o una plantilla docente asignada, sino de contar con las condiciones necesarias —infraestructura, materiales, docentes bien formados, evaluación sistemática— que permitan el aprendizaje profundo, significativo y equitativo.
En primer lugar, el déficit de docentes debidamente formados y capacitados continúa siendo un problema estructural. Datos de la Secretaría de Educación Pública (SEP) muestran que hasta 2023, más del 12% de los docentes frente a grupo en escuelas multigrado o de alta marginación no cuentan con una formación inicial adecuada. Las asignaciones improvisadas o por conveniencia política siguen siendo prácticas comunes, particularmente en telesecundarias o en zonas indígenas comunitarias. El Estado mexicano no ha logrado consolidar un sistema profesional docente que priorice el mérito y el desarrollo profesional continuo. La Nueva Escuela Mexicana, a pesar de su intención “transformadora”, carece —todavía hoy— de mecanismos claros para reforzar la profesionalización de los maestros.
Segundo, la precariedad de la infraestructura escolar sigue marcando la experiencia educativa de cientos de miles de estudiantes. De acuerdo con Monito —la plataforma de datos educativos abiertos de Mexicanos Primero— se afirma que más del 25% de las escuelas públicas de nivel básico no tienen acceso regular a agua potable y que una de cada cinco presenta daños estructurales importantes. El INEGI y el propio CONEVAL han subrayado en múltiples informes que la falta de servicios básicos —como electricidad, baños dignos, conectividad digital o mobiliario funcional— es uno de los principales obstáculos para reducir las brechas de aprendizaje. En San Luis Potosí, la inversión en mantenimiento y mejora de planteles ha sido intermitente, limitada y muchas veces sujeta a criterios políticos más que técnicos.
A esto se suma la falta de materiales educativos actualizados y pertinentes. La polémica sobre los libros de texto gratuitos evidenció no solo un debate ideológico, sino una carencia de criterios pedagógicos sólidos. Pero más allá del contenido, muchos planteles siguen trabajando con recursos insuficientes, en condiciones de escasez crónica. La digitalización educativa, acelerada por la pandemia, dejó fuera a millones de estudiantes sin acceso a dispositivos o conectividad, y el rezago aún no ha sido compensado por estrategias sólidas a nivel federal.
El tercer gran vacío estructural es la ausencia de mediciones rigurosas de aprendizaje que permitan tomar decisiones informadas. México abandonó desde 2022 su participación sistemática en pruebas internacionales, como PISA o TALIS, y aunque ya afirmó que retomará su aplicación en este 2025, se habrán perdido más de 20 años de seguimiento puntual medible y sistemático. La evaluación educativa ha sido minimizada o incluso estigmatizada como mecanismo de control, cuando en realidad representa una herramienta indispensable para mejorar la política pública. Sin datos confiables sobre aprendizajes, resulta imposible definir prioridades, diseñar estrategias de apoyo o asignar presupuestos de manera justa.
En este contexto, preocupa que se haya priorizado el crecimiento de programas sociales sin articularlos con estrategias educativas de largo plazo. El aumento de becas, aunque necesario para ciertos sectores, no ha venido acompañado de políticas que promuevan el esfuerzo académico, el mérito individual o la excelencia profesional. Más aún, se corre el riesgo de convertir estos apoyos en simples paliativos que ocultan el deterioro del sistema, en lugar de empujar a las escuelas a generar verdaderas trayectorias de mejora. No se trata de negar su importancia, sino de advertir que, sin aprendizajes mínimos que formen ciudadanos críticos, autónomos y capaces, cualquier programa social se convierte en una herramienta de dependencia política más que de transformación estructural.
Sin embargo, no todo está perdido. El hecho de que México haya retomado su participación en evaluaciones internacionales puede abrir una ventana de oportunidad para recuperar la seriedad en el diseño y evaluación de políticas educativas. También existen experiencias locales exitosas —en San Luis Potosí, por ejemplo, algunos centros escolares han logrado mejoras notables al vincularse con universidades, fundaciones o redes de innovación pedagógica— que demuestran que el cambio es posible cuando hay compromiso, liderazgo y visión compartida.
La solución no está en reformar otra vez los planes de estudio desde el escritorio o en cambiar el nombre de los programas cada sexenio. Lo que se necesitan son políticas públicas que apuesten por el fortalecimiento de las condiciones mínimas para enseñar y aprender: mejores docentes, escuelas dignas, materiales adecuados y datos confiables. Esta política debe construirse con una visión de largo plazo, alejada de los ciclos electorales y con mecanismos de corresponsabilidad entre el Estado, las comunidades escolares y la sociedad civil.
Recuperar el sentido profundo de la escuela en México no será fácil. Pero si aspiramos a un país más justo, más próspero y menos desigual, no hay otra ruta más que reconstruir la escuela pública desde sus cimientos. No como promesa ideológica, sino como compromiso ético y estratégico. Porque el futuro —aunque suene a lugar común— sí se escribe en las aulas, pero solo cuando esas aulas están vivas, dignas y llenas de posibilidades reales.
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* Profesor / Activista por el Derecho a Aprender en SLP
Director Ejecutivo en Horizontes de Aprendizaje
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