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Tal vez no quiera usted reconocerlo, señor, pero la verdad es que los hombres somos poco dados al elogio
00:02 martes 14 enero, 2025
ColaboradoresTal vez no quiera usted reconocerlo, señor, pero la verdad es que los hombres somos poco dados al elogio. ¡Cómo nos cuesta decir a los demás buenas palabras! No hablo de la adulación, bien claro está que no: ésa es otra cosa; hablo, más bien, del elogio simple y puro.
La adulación es una mentira, pero el elogio es un reconocimiento; aquélla va casi siempre dirigida a los poderosos, y se expresa, poco más, poco menos, en los siguientes términos: «¡Oh, como usted no hay dos en el planeta, y ya quisiéramos todos nosotros, humildes siervos suyos, estar aunque sea por un momento en sus zapatos! ¡Qué afortunado es usted! ¡Y qué bien lo ha tratado la vida! Antes de que usted llegara a este puesto, a esta oficina, la vida era un caos, un universo desordenado y tenebroso; pero ahora que usted está aquí como nuestro guía podemos finalmente ver la luz. ¡Qué dicha tenerlo como jefe y superior!».
La adulación es denigrante, pues se vale de la comparación para hacer sentir aún más superior al poderoso, mientras que el elogio es desinteresado y sencillo. Objeto de un elogio puede ser cualquiera, ya sea grande o pequeño, rico o pobre, siempre y cuando posea una virtud digna de ser reconocida y alabada. Para decirlo ya, en tanto que la adulación es mentirosa, el elogio –el elogio auténtico, el verdadero- es casi siempre veraz.
Fedor Dostoievski (1821-1881), en un relato que lleva por título Un hombre ridículo, cuenta que, una vez, un individuo que se hallaba al borde del suicidio fue llevado una noche, mientras soñaba, al Paraíso terrenal, es decir, al amenísimo lugar en el que vivieron nuestros primeros padres antes de la caída, y que allí, entre otras muchas maravillas, pudo ver que la gente se pasaba la vida elogiando a sus vecinos. Pero para que me crea, señor, permítame leerle lo que el novelista ruso dice allí; escúcheme usted, si es que dispone de un poco de tiempo para ello:
«Por la noche, antes de entregarse al sueño –recuerde usted que el famoso escritor ruso está hablando de los habitantes del paraíso, es decir, de los bienaventurados- gustaban de oír coros perfectos. Con cantos traducían las sensaciones que habían experimentado durante el día que se acababa y lo bendecían al despedirse de él. Celebraban a la naturaleza, a la tierra, el mar y los bosques. Disfrutaban componiéndose cantos los unos a los otros, ensalzándose unos a otros como niños, con cantos muy sencillos, pero que, como provenían del corazón, llegaban a los corazones. Además, no era solamente con cantos como procuraban complacerse los unos a los otros, sino en todas las circunstancias de la vida».
¿Qué le parece a usted esta descripción, estimado señor? ¿No es maravillosa? Estos hombres, por decirlo así, ensalzaban al otro por lo que éste tenía de diferente, y como la envidia aún no se apoderaba de sus almas ni de sus espíritus, dichos elogios eran más bien cantos a la Omnipotencia divina que había dotado a cada hombre con cualidades distintas y a la vez encomiables. Bien, esto era así en el paraíso. Lo que uno poseía, no tenía necesariamente que empobrecer a los demás, pues cada cual se sentía rico, tan rico que difícilmente le hubiera pasado por la cabeza codiciar lo ajeno.
¡Ah, señor, si esos tiempos volvieran! ¡Si pudiéramos regresar al paraíso!
Y ahora mire usted lo que escribió una vez el gran moralista Vauvenargues (1715-1747) a propósito de los que nunca elogian a nadie: «C’est un grand signe de médiocrité de louer toujours modérément». O, expresado en nuestro idioma, para no parecer pedantes: «Es indicio seguro de mediocridad el alabar siempre moderadamente».
Los hombres mediocres muestran siempre muy poco entusiasmo a la hora de ensalzar unos méritos que no sean los suyos; dicen, por ejemplo: «Oh, sí, debemos reconocer que esa persona de la que hablan ustedes, señores, está muy bien dotada. Sin embargo, y esto es lo que hay que lamentar, lo es sólo para algunas cosas, pues en otras igualmente importantes es una verdadera nulidad». ¿Qué les cuesta a esto tales hablar de las virtudes dejando de lado por el momento las imperfecciones? ¡Claro que el que es bueno para una cosa casi siempre es malo, y muy malo, para casi todas las demás! Nadie puede ser perfecto en todo. ¿Qué perderían estos señores con limitarse a aplaudir lo mejor? Pero no, ellos no hacen nada de esto, sino que se limitan a añadir: «Es verdad lo que dicen de este hombre, y seríamos muy injustos no reconociéndolo, pero tampoco hay que decírselo tan abiertamente y a la cara, no sea que se enorgullezca y acabemos por echarlo a perder. Recuerden, amigos míos, que la soberbia es un pecado capital».
Hay, pues un método para detectar a los mediocres: obsérvelos como elogian, y luego saque usted sus conclusiones.
Dios nos hizo diferentes. A cada uno dio ciertos dones que a los otros les negó. ¿Por qué no celebrar honesta y humildemente lo que Dios ha dado a cada uno? Y, sin embargo, hay ambientes en este mundo en los que los elogios brillan por su ausencia. Jamás una aprobación con la cabeza, una sonrisa, una palmada en el hombro en signo sincero de estímulo y reconocimiento. En estos ambientes, cuando alguien hace mal las cosas deberá esperarse una severa reprimenda, pero si las hace bien no debe esperar nada: el jefe dirá que este hombre no hacía más que cumplir con su deber. ¡Qué tristeza, qué desilusión!
«Pese a todo –dice el personaje de Dostoievski al final de la novela-, yo predicaré el Paraíso». Bien, empecemos, pues yo también quiero predicarlo. Comencemos componiéndonos cantos los unos a los otros, ensalzándonos los unos a los otros, como hacen los niños, como hacen los bienaventurados en aquellas regiones etéreas e inaccesibles, y entonces habremos dado el primer paso. Es ésta una tarea necesaria, estimado señor. Una tarea verdaderamente necesaria. Pues, sin la estimación de los demás, sencillamente no es posible vivir.