Vínculo copiado
#ESNOTICIA
#ESNOTICIA
Y, por fin, estimados señores, hemos llegado a donde todos ustedes querían llegar desde hace rato, a la pieza más importante del museo
00:03 domingo 14 julio, 2024
Lecturas en voz alta-Y, por fin, estimados señores, hemos llegado a donde todos ustedes querían llegar desde hace rato, a la pieza más importante del museo, la más celebrada, la más premiada, la más reproducida en calendarios y almanaques: en una palabra, la más famosa… La mujer sonreía como si todo aquello la apasionara, como si en verdad se creyera lo que decía. Todos los visitantes contuvimos el aliento en espera de lo que se disponía a mostrarnos. -¡Hela aquí! Se trata de la famosa escultura Amor entre espinas.
¡Qué nombre más cursi para una obra que quería suscitar admiración!, pensé yo al escuchar a nuestra guía, pero me guardé mucho de mostrarme decepcionado (como en realidad lo estaba). Y, por lo demás, ¿no se llamaba ya así una novela que circuló mucho allá por los años ochenta, o quién sabe cuándo? ¡Si por lo menos le hubiera buscado el autor otro nombre! Me quedé mirando fijamente la escultura. ¿Era ésta la pieza más celebrada del museo, la más famosa? ¡Pero si no era más que una piedra rectangular, plana y gris, con unas cuantas gotas de pintura roja en la superficie! «De seguro, alguien se puso a pintar una pared montado en esa laja y ahora nos quiere dar por arte lo que no son más que salpicaduras accidentales», volví a decir para mis adentros. ¿Dónde estaban las espinas y, sobre todo, dónde estaba el amor? Yo no veía nada de eso por ningún lado. Entonces, armándome de valor, pregunté a la guía:
-¿Y por qué se llama Amor entre espinas?
La mujer se me quedó mirando con ojos de gato y cara de perro. -Esta pieza, señores, recuerda la piedra de los sacrificios de la religión azteca, y las manchas rojas son como una evocación de la sangre de las víctimas que murieron en ella. ¿Entienden ahora lo que el autor quiso expresar con esta obra que ha sido expuesta no sólo en museos de Caracas y Bogotá, sino también de Londres y Madrid? El arrobamiento que ha producido esta pieza en todas partes, señores, no es para decirlo aquí, pero es un arrobamiento rayano en la idolatría. Se lo aseguro yo, señores, que sé de lo que hablo. Cuando la guía dijo Londres y Madrid, esbozó una sonrisa profundamente maliciosa, como si con ella hubiera querido decirme: «¡Pobre ignorante! ¿Qué haremos con usted?». Pero yo dije, respondiendo a su pregunta:
-No. No entiendo lo que el autor quiso expresar con esta obra que ha sido expuesta en museos de Caracas y Bogotá… -El amor, según el autor de esta magnífica pieza, es como una piedra de sacrificios, un altar donde los corazones son partidos y los cuerpos mutilados por ese sacerdote sanguinario que es Cupido. ¿Comprenden ahora o necesito explicar más? Por no parecer demasiado tonto –uno tiene su orgullo-, dije que sí, que lo comprendíamos, aunque todo aquello me parecía una solmene estupidez. ¡En lo que ha quedado convertido el arte, Dios mío! Dos tubos retorcidos y pegados de la peor manera por un fontanero poco diestro llevan el nombre de Educación sentimental, y diez sacos de cemento petrificados a causa de la humedad ambiental son La torre de Babel. ¡Qué tontería! ¿Pero cómo puede llamarse arte a ese amontonamiento de piedras, a esos cuadros de los que uno nunca podría estar seguro que no fueron colgados al revés? A veces me da por pensar que los autores de esos esperpentos lo único que quieren es burlarse del público, espiarlos desde algún lugar y doblarse de risa mientras los escuchan lanzar gemidos de (fingida, claro que fingida) admiración. ¿Y si la guía estuviera coludida, por decir así, con los directivos del museo para gastarles una broma a los visitantes? Una página del escritor francés André Maurois (1885-1967) que leí hace poco confirmó mis sospechas: también él pensaba lo mismo de este arte confuso, aunque él ya en 1966, cuando escribió así en uno de sus libros:
«En el siglo XVII los aficionados al arte y a la literatura tenían un gusto personal bastante seguro. Tal vez no eran capaces de admirar Versailles y al mismo tiempo comprender la belleza de una catedral gótica, o de una estatua arcaica, pero por lo menos hubiera sido difícil, casi imposible, hacerles ensalzar un texto formado por palabras lanzadas al alzar sin ningún significado, o una tela sobre la cual el pintor, en un acceso de delirio, hubiera arrojado sus pinceles y sus colores. »Hemos visto locuras increíbles. Los diarios ingleses han publicado hace poco la historia de un concierto silencioso, con gran ruido de publicidad, por un pianista desconocido. Y llegando el día, la sala estaba llena. El virtuoso del silencio se sentó sobre el teclado simulando tocar, pero todas las cuerdas habían sido retiradas de modo que los martillos no producían sonido. Los asistentes miraban de reojo a sus vecinos para saber si debían protestar. Los vecinos permanecían impasibles; todo el auditorio, con mucha paciencia, quedó inmóvil. Después de dos horas en silencio el concierto concluyó. El pianista se levantó y saludó. Calurosos aplausos lo despidieron. Al día siguiente, por televisión, el músico silencioso, contando la historia, declaró: “Quise ver hasta dónde llegaba la estupidez humana. Y ya vi que ésta es ilimitada”». A veces me da la impresión de que más de una de esas exposiciones a las que asistimos no tienen otro fin que hacer una prueba semejante a la anterior. Muchos representantes del arte llamado contemporáneo quieren que elogiemos el vestido nuevo del emperador. ¡Feliz el que no se deje llevar por las opiniones y se atreva a decir en voz alta que en realidad el emperador va desnudo!