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Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos
00:03 domingo 24 noviembre, 2024
Colaboradores«Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se lleno del olor del perfume. Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo iba a entregar: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?”» (Juan 12, 3-5). El discurso de Judas parece razonable y diríamos que hasta caritativo. Claro, claro, ¿por qué no vender el perfume a buen precio en vez de desperdiciarlo así como así? Cualquier hombre sensato, de haber estado allí leyéndole el pensamiento, habría asentido con gravedad moviendo la cabeza: sí, mejor era venderlo, lo mejor era ayudar. ¡Qué bueno parece Judas! Y nos quedaríamos para siempre con esta impresión si el mismo evangelista no hubiera añadido poco después: «Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella» (Juan 12, 6). Hace poco, una persona –bastante rica, por cierto- me decía con ese tono socarrón que cada vez soporto menos: -Padre, ¿por qué no venden ustedes los cálices de las iglesias, las pinturas, los copones y los templos mismos para darle el dinero a los pobres? ¡Así contribuirían en buena parte a solucionar el problema del hambre y harían una buena obra por este pobre mundo! Yo guardé silencio; el hombre me miraba -¿por qué no decirlo?- con malicia y rencor. -Y ustedes, los empresarios –dije al fin-, ¿por qué no contribuyen también a solucionar este problema? -Ah, nosotros damos trabajo, creamos empleos… -Sí, y sin embargo lo que ustedes pagan… -¡Pagamos lo que estipula la ley! -Pues la ley estipula muy poco. Además, ¿quiénes hacen las leyes sino los amigos de ustedes? En tiempos de la vieja Roma –proseguí- los esclavos tenían trabajo, mucho trabajo; por decirlo así, en ningún momento del día o de la noche carecían de empleo, aunque no por eso dejaban de ser lo que eran: unos esclavos. No, señor mío, crear trabajos no es la panacea última. Hay, ante todo, que remunerarlos bien. En la Unión Soviética, hasta hace veintidós años, todos tenían un empleo, pero eso no quería decir nada… El hombre creía haber descubierto que yo desviaba a propósito la conversación, y así me lo dijo: -Pero no se pierda usted, padre. Estábamos en que… -Sí, estábamos en lo de los copones, las pinturas y los cálices. Que por qué no los vendemos. -Así es. ¿Por qué no? -Bien, suponga que los vendemos. ¿Quién los va a comprar? ¿Usted? Créame que no me gustaría nada que la tilma de Juan Diego sirviera para adornar el hall de su residencia, estimado señor; ni que los cálices en los que hemos celebrado el Santo Sacrificio les sirvan a usted y a su familia para brindar con ellos en sus fiestas íntimas; ni que la custodia en la que adoramos al Santísimo Sacramento acabe sirviendo para que la esposa de usted tenga algo con qué adornar su mesa de centro. -Bueno –dijo el hombre-, el que las comprara tendría el derecho de usar esas piezas como bien quisiere. -Pues por eso no las vendemos. Y, en cuanto a los templos, vea usted: ¿para qué acabarían sirviendo? En el peor de los casos, sobre todo si son nuevos, para demolerlos y construir en su lugar alguna plaza o centro comercial; y, en el peor de ellos, si son antiguos, para convertirlos en catedrales de alguna cosa: La catedral del vestido, La catedral del porno, etcétera. ¿No le parece que sería un destino, por decirlo así, bastante trágico? El hombre se me quedó mirando: estaba visiblemente molesto. ¡El argumento de Judas! Fue entonces cuando me acordé de él. ¡Qué hermoso parece, qué humanitario y qué caritativo! Con ese pretexto, según cuenta la historia, se le expropiaron a la Iglesia de Inglaterra en el siglo XVI casi todas sus posesiones, con el resultado de que lo que antes era de la Iglesia pasó a ser de unos cuantos aprovechados; en todo caso, a los pobres no les tocó nada…, como suele suceder. Y en México, tras las leyes de Reforma, ¿no pasó exactamente lo mismo? ¡Ah, cuántas fortunas nacieron entonces con el pretexto de quitarle sus bienes a la Iglesia para dárselo a los pobres! Se saquearon templos, catedrales y monasterios: ¿para qué? Para adornar con el botín ciertas mansiones que todos sabemos muy bien dónde están y a quiénes pertenecen. Pero –y esto lo digo no como sacerdote, sino como simple cristiano de a pie-, ¿qué sería de nosotros si los templos se vendieran y no hubiera en su lugar más que mercados?, ¿qué sería de un mundo en el que no hubiese iglesias, sino sólo plazas comerciales? ¿No sería el infierno? Careceríamos entonces de lugares para encontrar a Dios y reposar bajo su mirada. ¡Triste servicio prestaría la Iglesia a la humanidad si se dedicara únicamente a saciar el hambre de los estómagos, olvidando que el hombre no sólo vive de pan! «¡No sólo de pan vive el hombre!» (Mateo 4,4), dijo Jesús al demonio el día de las tentaciones en el desierto, y lo mismo dije yo a aquel señor que, como Judas, seguramente algo buscaba para sí… -Pero el pan es el pan, y no es posible vivir sin él. -Ya lo creo que no. Y es a sus discípulos a quienes Jesús dijo un día refiriéndose a la muchedumbre hambrienta: «Denles ustedes de comer» (Marcos 6, 37). Sí, hay que dar pan, y repartirlo, e incluso multiplicarlo para que nadie se vaya a la cama con el estómago vacío. Pero, además del hambre de pan, hay un hambre de Dios del que la Iglesia no puede olvidarse. Yo no sé si mi interlocutor escuchó esto último, porque antes de que acabara de decírselo ya se había ido sin siquiera decirme adiós.