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Sólo tres cosas te pido para cuando ya no esté –decía un hombre de mediana edad a su amigo...
00:04 martes 31 octubre, 2023
Colaboradores-Sólo tres cosas te pido para cuando ya no esté –decía un hombre de mediana edad a su amigo una tarde de invierno-. La primera… Pero el amigo no lo dejó continuar. ¿Qué significaba ese «para cuando ya no esté»? ¿De cuándo acá tanto pesimismo? Y, sobre todo, ¿para qué pensar en la muerte? ¿O es que estaba enfermo, gravemente enfermo, y no se lo había dicho? ¿O quizá pensaba en suicidarse? Lo interrumpió: -Pero tú no estás enfermo. Tienes mucha vida por delante. ¿Quién piensa ahora en la muerte? -Te digo esto porque uno nunca sabe. Por eso te lo digo ahora, porque estamos a tiempo. Apúntalo. Si no en una libreta, en tu cabeza. En tu memoria y en tu corazón apúntalo. -¡Pero, hombre, tú todo te lo tomas a lo trágico! ¡Ya sé: caíste en depresión! Eso siempre sucede, pero al final sale uno adelante, con depresión o sin ella. El hombre que hablaba de cuando ya no estaría en este mundo se mostró molesto. ¿Por qué no lo dejaba continuar? -Por favor, escúchame –dijo-. ¿Tú sabes acaso si estarás mañana? -No, no lo sé. -Pues por eso te lo digo, porque yo estoy igual que tú. La primera cosa que te pido, pues, es que busques en tal lugar de mi casa un mueble así y asá con apariencia de estar abandonado, que abras el último cajón y entregues todo lo que haya en él a X y a Y. -Sí –dijo el amigo-. Te prometo que lo haré. ¿Hasta lo que parezca que no sirve para nada? -Todo significa todo. Aquí tienes una copia de la llave. Recuérdalo: es un mueble así y asá con toda la apariencia de estar abandonado. El más amolado que veas, ése es. -Prometido. ¿Y la segunda cosa? -La segunda cosa consiste en esto: en que rescates de mi computadora todos los documentos que te encuentres en ella. Sobre todo, no permitas que nadie borre nada. Allí están escritas muchas cosas que no me gustaría que se perdieran. Mis parientes quizá no dejarán que metas mano porque querrán vender la máquina, pero tú les dices que yo te lo pedí. Eso les dices. Que se queden con la máquina, si todavía creen que pueda servirles de algo, pero que te dejen sacar todo lo que encuentres en ella. Luego, en una memoria portátil o en lo que sea, lo entregas a M. Conoces a M, ¿verdad? -Sí. Lo conozco.
-Entonces júrame que harás lo que te pido. -Te lo juro. ¿Y la tercera cosa? -Esa es la más importante de todas, y también la más delicada. Buscarás a tal persona (y el hombre pronunció aquí un nombre de mujer) y dile que fue para mí lo que yo más quise en la vida. Que a nadie he querido como la quise a ella; que, a pesar de todo, nunca dejé de quererla. Eso le dices. Dile que no hubo un solo minuto del día o de la noche que no estuviera pensando en ella. Su amigo se le quedó mirando fijamente y, aprovechando la pausa, preguntó: -¿Y por qué no se lo dices tú ahora que todavía puedes? -Yo no me atrevería. Cuando ya no esté, el mismo día de mis funerales, si quieres, te acercas a ella o la buscas en su casa y le dices lo que te acabo de decir. Puedes decirle también: «No vivió más que para ti». Le explicas que una noche te pedí que me hicieras el favor de ir a buscarla sólo para que supiera esto. Y una vez que se lo hayas dicho, te despides de ella y la dejas en paz. No observes sus reacciones, ni te detengas a esperar una respuesta, no vaya a ser que se ponga a llorar, y te monte allí mismo una escena. Le puedes decir también: «Te amó hasta el último momento, pues aun en el último momento él estaba, como siempre, pensando en ti». Júrame que cuando yo ya no esté, todo esto le dirás. Y ahí acabó aquel diálogo que hubiera podido prolongarse hasta bien entrada la medianoche, pero que hubo de cortarse por razones técnicas: el café en el que conversaban estaba a punto de cerrar. Pero como nadie conoce el final de esta historia, ahora me atreveré a contarlo yo, advirtiéndole al lector que no se trata de un cuento chino, sino de algo que de veras sucedió, y no hace mucho. En efecto, uno o dos años después el hombre murió a causa de un cáncer que venía padeciendo pero que supo ocultar celosamente a amigos, vecinos y parientes. Se fue de este mundo como un viajero que ve partir a lo lejos su tren y corre a toda velocidad para alcanzarlo. Sin embargo, la misma tarde en que el hombre moría, o tal vez la tarde siguiente, su amigo se accidentaba en una carretera solitaria de la Huasteca. No murió a causa del golpe en la cabeza, pero sí perdió más de un dato en el disco duro de su memoria, y entre estas cosas perdidas estaban precisamente los tres encargos que su amigo le había hecho. Y, así, X y Y se quedaron sin lo que había en aquel cajón y que seguramente era dinero; la computadora, por su parte, fue vendida tal y como estaba a un vendedor de cosas viejas. ¿Y la mujer? También ella murió muchos años después, pero sin saber nunca qué manera había sido amada. Se fue de este mundo como creyó haber vivido siempre en él: sola. -Durante mucho tiempo olvidé los encargos, y sólo ahora alcanzo a recordarlos –me decía el hombre, con lágrimas en los ojos-. Yo no tuve la culpa. Después del accidente se me formó como una laguna en el cerebro. Pero creo que, como quiera que sea, es ya es demasiado tarde… En efecto, era ya demasiado tarde. ¿Una historia demasiado triste? Sí, y, sin embargo, puedo jurar que se trata de una historia verdadera. ¿Qué quiere usted? Mientras haya hombres en este mundo siempre habrá historias así. Vivimos en el país del olvido.