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Cercas aceptó acompañar al papa con una condición: tener unos minutos a solas para preguntarle por la resurrección de la carne y la vida eterna
00:10 domingo 21 diciembre, 2025
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Sobre El loco de Dios en el fin del mundo (Random House, 2025) se han repetido demasiadas obviedades: que es la historia de un escritor ateo que acompaña al papa a Mongolia; que es un texto híbrido; que retrata la paradoja de un líder progresista al mando de una Iglesia lastrada por el clericalismo; etcétera. Esas fórmulas, aunque ciertas, se quedan cortas frente a lo que –en mi lectura– es el corazón del relato. Porque lo que ha escrito Javier Cercas (Ibahernando, 1962) no es sólo un ensayo sobre el Vaticano de Francisco, la crónica de una improbable visita apostólica ni una meditación sobre la experiencia religiosa en una época que no sabe qué hacer con ella. Es todo eso, sin duda, pero es sobre todo un acto –discreto, íntimo– de amor filial.
Cercas aceptó acompañar al papa con una condición: tener unos minutos a solas para preguntarle por la resurrección de la carne y la vida eterna. Porque al morir su padre, su madre encontró consuelo en la esperanza católica del reencuentro después de la muerte. Cercas, que se autodefine como un “racionalista contumaz”, quiere saber por boca de Bergoglio si esa promesa puede cumplirse y volver con una respuesta para ella, “creyente a machamartillo”, viuda nonagenaria y enferma de Alzheimer. La misión del libro, en suma, no es reivindicar el ateísmo del autor, sino honrar la fe de su madre.
A caballo entre el escepticismo y la empatía, Cercas despliega una ética afectiva en la que conviven la integridad y la ternura, desde la que indaga con curiosidad profunda pero sin pretender entenderlo todo. Esa disposición no sólo define su manera de narrar sino que también orienta su mirada hacia los márgenes, donde lo fundamental aflora sin reclamar protagonismo. La suya se configura, así, como una cartografía moral basada en la prioridad de lo periférico. Como en la doctrina pastoral de Francisco, que nunca dejó de ser un cura de barrio y siempre insistió en una “Iglesia hospital de campaña” que saliera al encuentro de los pobres, los vulnerables y los descartados. Como en Mongolia, país remoto y liminal, en el que un catolicismo minoritario revela su fuerza precisamente en la fragilidad de su arraigo. Como en la vida de los misioneros, entregados a una intemperie voluntaria –lejos de sus familias, en condiciones muy adversas– y para quienes la fe no es especulación mística sino práctica diaria de compromiso y misericordia. Como en la triple extranjería del propio Cercas –incrédulo entre devotos, europeo en Asia, rodeado de periodistas sin serlo–, que se mueve en esos bordes con asombro y humildad.
La trama desemboca en la periferia primera que también es la última: la de su madre, que habita ya en la orilla final de la conciencia pero en cuya fe se sostiene el sentido del viaje. Cercas no le trae de vuelta un dogma teológico, sino una amorosa hazaña de cuidado. En la gracia de ese gesto –más que en la anécdota vaticana, la mezcla de géneros o el exotismo mongol– reside la más entrañable verdad de El loco de Dios en el fin del mundo.
Carlos Bravo Regidor
Colaborador
@carlosbravoreg