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¿En qué piensan los que no piensan en Dios? ¿En qué mundo viven, qué les basta, con qué se conforman?
00:02 martes 29 octubre, 2024
Colaboradores¿En qué piensan los que no piensan en Dios? ¿En qué mundo viven, qué les basta, con qué se conforman? Éste habla todo el tiempo de deportes, aquel de música y espectáculos, mientras que el de más allá no quiere saber nada más que de política. Pero, ¿y luego?; ¿y luego qué? Y luego, nada. He conocido gente que, aun en el lecho de muerte, a unas cuantas horas de irse de este mundo, preguntan a los que les rodean: «¿Quién ganó la sub-17, cómo quedaron?», refiriéndose, claro está, a los contrincantes del último partido de fútbol. Ni siquiera sospechan que la muerte ha entrado ya a su cuarto y que, por lo tanto, es necesario prepararse. A uno que conocí hace poco le decían sus familiares: «Pero no, no te morirás. Te podrás bueno otra vez. En realidad, no tienes nada». ¡Y vaya si la tenía! Pero optaba por no pensar en esas cosas y, moviendo la cabeza, exclamaba: «Sí, me pondré bueno otra vez. ¡Qué bueno estaré dentro de poco! Y cuando me ponga bueno, me llevarán con ustedes al estadio, ¿verdad que sí?». ¡Pobre hombre! «Hay –dijo usted, don Miguel, en uno de sus libros-, o por lo menos debe haber, en cada uno de nosotros, dos hombres, el temporal y el eterno, el que se preocupa de los cuidados del día y el que se preocupa con las preocupaciones de siempre; el que dice: ¿Qué comeré o cómo me divertiré mañana?, y el que se dice: ¿Qué será de nosotros después de la muerte? Hay casos en que el sujeto interior arrastra y sojuzga al exterior, y entonces el hombre se retira a un claustro o vive en una mal encubierta desesperación resignada, en incesante lucha con el misterio, y hay casos en que el hombre exterior y temporal arrastra y ahoga al interior y eterno, y entonces tenemos el hombre de mundo, el que se jacta de práctico y de poseer el sentido de la realidad. Y este hombre práctico no me interesa nada». A mí tampoco, don Miguel. A mí tampoco me interesan nada esos hombres cuyas únicas preocupaciones parecen ser la licuadora y el auto, el noticiero y el cine. ¿Cómo hacen éstos para vivir, para conformarse, para no pensar en nada más? Se lo pregunto a usted, que dijo un día: «A mí, cuando las inevitables exigencias de la esclavitud social me fuerzan a asistir a uno de esos homenajes (donde se brinda, se elogia, se habla, se murmura), me dan ganas de levantarme y decir: ¡Hermanos, pensemos en la muerte!, y arrancarme con un sermón». Hace algunos años, don Miguel, pude ver en una librería de usado de la Ciudad de México sus obras completas: quince tomos bellísimos de apretada letra, editados por Afrodisio Aguado; pero como por entonces era yo un estudiante que no ladraba porque no era perro, me conformé sólo con verlos de lejos y luego, acercándome a ellos un poco más, con tocarlos y prodigarles una caricia nostálgica. ¡Quince volúmenes de unas 1,500 páginas cada uno cuya piel, al pasar por ella mis dedos, me hacía ponerme más triste aún! Aquella tarde regresé a la casa donde me hospedaba pateando latas y queriendo, por primera y única vez, ser diputado o senador de Morena para poder darme ese lujo. ¡Cuánto daría por hacerme hoy con esos volúmenes que nunca más he vuelto a ver! Don Miguel: lo admiro a usted. Pero más lo quiero que lo admiro. Porque yo tampoco podría vivir de esos «alimentos terrestres» que son el único alimento de casi todos los hombres de hoy. «No, no, amigo –escribió usted un día-: yo no soy un filántropo. Siento demasiado el hambre y la sed de Dios para amar a los hombres al modo filantrópico. Hay que sembrar en los hombres gérmenes de duda, de desconfianza, de inquietud y hasta de desesperación - ¿por qué no?, ¡sí, hasta de desesperación! -, y si de este modo pierden eso que llaman felicidad, y que realmente no lo es, nada se ha perdido». Tengo para mí, don Miguel, que los profetas, esos hombres que a menudo se desesperaban y gemían, eran más felices al gritar: ¡Maldito el día que nací!, que muchos que andan por ahí con cara de contentos sólo porque han subido una grada más en la escalera de la burocracia estatal o han agregado un cero más a su ya de por sí «respetable» cuenta bancaria. Sí, así lo creo, porque es mejor un día en la casa del Señor que mil años lejos de ella, y porque la tristeza de Dios es más alegre que la felicidad de los hombres. No miento, don Miguel, cuando digo que brinqué de emoción cuando leí esto que usted escribió también: «A lo mejor se me presenta un viajero que quiere conocerme, y este viajero es, verbigracia, argentino, y quiere hablarme de esa tierra y darme noticias de ella. Y una de dos, o el hombre me interesa o no me interesa nada. Si no me interesa nada el viajero, tampoco me interesa lo que pueda contarme, y si el hombre me interesa, es él, él mismo, y no cuanto pueda decirme, lo que de veras me interesa. Se empeña en informarme de una porción de cosas pertinentes a su país, de su política, de su literatura, de su desarrollo económico, de su cultura, y yo me empeño en llegarle al alma, en saber si se resigna de buen grado a la vida, en averiguar qué hombre es, en sentir las palpitaciones de su alma. Me importa mucho más si cree o no en la inmortalidad del alma que todo cuanto pueda contarme». Cuando era muy joven, lo leí mucho a usted, don Miguel; cuando crecí, fui alejándome de sus libros como se aleja un muchacho de su casa paterna: sin echarla de menos; quería conocer otras cosas, escuchar otras voces. Pero hoy he vuelto a ellos como regresó Ulises a su rocosa Ítaca, donde era feliz sin saberlo. Sí, don Miguel: en sus libros me siento como en mi casa. Porque yo también, como usted, prefiero a los que tienen hambre de Dios que a los satisfechos. Bienaventurados los que tienen hambre, dijo un día Jesús en el monte de las bienaventuranzas. Y ya sabemos usted y yo, don Miguel, a qué hambre se refería. A esa hambre que padeció usted toda su vida: hambre que también padece, desde hace mucho, este humilde servidor de usted. ¡Hasta la vista, don Miguel! Y que Dios le dé el descanso que aquí no pudo tener.