Vínculo copiado
El cenáculo eran cuatro paredes descascaradas, una mesa y trece sillas. Pero estaba lleno de recuerdos
02:05 domingo 10 mayo, 2020
Lecturas en voz altaEl cenáculo eran cuatro paredes descascaradas, una mesa y trece sillas. Pero estaba lleno de recuerdos. Uno entraba en él y no podía no pensar: en este punto de la mesa apoyó el Señor uno de sus codos; en aquel vaso bebió vino por última vez; pisaba exactamente la juntura de aquellas losas cuando dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo» (Juan 20, 19ss). Durante mucho tiempo nos prohibimos tocar nada de lo que allí había por temor a borrar sus huellas. Parecía recordar con dolor.
Nos decíamos unos a otros: ¿dónde estarán ahora la jofaina y la toalla que utilizó para lavarnos los pies aquel jueves de dolor? Por aquella ventana se asomó un día y, acodado en el alféizar, nos contó la parábola del carpintero. Parecía estar haciendo el elogio de José, su padre. Pero, ¿quién se acuerda hoy de aquella historia? Ni Mateo ni Juan la incluyeron en sus evangelios. Y cuando estaba a punto de explicarnos su significado, como siempre hacía, pasó por debajo de la ventana una docena de chiquillos y se puso a platicar con ellos de la belleza de los lirios y de los pájaros del cielo... Sus manos cobraron vida. Fue allí también donde, más tarde, Tomás se puso a refunfuñar diciendo que no había nada que hacer, que habíamos perdido tres años de nuestra vida y que era necesario aceptar nuestro fracaso con coraje para no perder el poco o mucho tiempo de vida que nos quedara. ¡El cenáculo! Allí fue donde comió con nosotros después de la Resurrección, donde nos palmeó la espalda por última vez antes de decirnos: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Juan 16,5). ¡Qué difícil era la vida sin él! Además, teníamos miedo. Y aunque habíamos recibido la orden de salir a predicar la Buena Noticia por todos los rincones de la tierra, nadie tenía ganas de nada. Nuestro único deseo era estar allí, encerrados en el cenáculo, donde todo nos hablaba de él. ¡Él había resucitado y nosotros seguíamos viviendo en la nostalgia! Un día dije a mi hermano: «Simón, ¿por qué no reunirnos en otro lugar, en la casa de cualquiera de nosotros? El cenáculo nos fascina, pero nos ata al pasado. Busquemos otro». A lo que respondió éste como jefe de aquella banda de desanimados: «O en el cenáculo o en ningún otro lugar». También él, aunque no lo confesara, tenía miedo: pensaba que los jefes de los judíos comenzarían ahora a buscarnos a nosotros. En el cenáculo o en ningún otro lugar. Por supuesto, no había nada más que decir. Sus manos volaban; parecía el director de una orquesta. Un día, cincuenta días después de la resurrección, mientras orábamos, se apoderó de nosotros un extraño entusiasmo y salimos corriendo del cenáculo, como si de pronto hubiésemos caído en la cuenta de algo sumamente importante. Una fuerza misteriosa nos empujaba a salir, y de una sola carrera llegamos todos juntos a la plaza de la ciudad. Fue Simón quien comenzó a hablar. Parecía otro. Jamás lo había hecho con tanto ardor. Aquel día se nos unieron cerca de tres mil personas (esto lo asegura Matías, que, como era el sucesor de Judas en el grupo, se creía en el deber de contarlo todo). ¡Tres mil personas! Ya no recordaba dolorosamente. Ahora miraba con desafío.
El mundo, hoy, los espera a ustedes como nos esperaba a nosotros hace dos mil años. Los espera silenciosamente, en voz baja, como espera la mujer a su amado en la noche avanzada. Aprendan a leer los deseos de los hombres, a interpretar sus anhelos más verdaderos. He aquí, por ejemplo, lo que cantaban hace poco muchísimos jóvenes hablando del Dios en el que ya han dejado de creer: «No hay mañana en la que no esté tentado de crear un Dios humilde, justo: un Dios que acaricie nuestra alma. Un Dios de los tristes, un Dios más humano; un Dios que no castigue: que proteja; que, si me caigo, me levante; que, si me pierdo, me tienda la mano; un Dios que, si yerro, no me culpe, y que si dudo me entienda... Padre nuestro, de todos nosotros: ¿por qué nos has olvidado? Padre nuestro ciego, sordo y desocupado, ¿por qué nos has abandonado?». Es la letra de una canción de Mägo de Oz, el grupo de rock español. Y este Dios que el mundo echa de menos, ¿no es Jesús? ¡Respóndanme ustedes! Aquella vez, tres mil seres aguardaban a que nos decidiéramos a abrir la boca y les habláramos de este Dios que secretamente añoraban. ¡Ábranla también ustedes hoy! ¡No se queden callados! En una ocasión le preguntaron a Heinrich Böll, el novelista alemán –Premio Nobel de Literatura 1972-, qué pensaba de los cristianos; respondió, indignado: «¿Cómo es posible que 800 millones de cristianos (cuando esto dijo eran solamente 800 millones) sean tan poco capaces de transformar este mundo, un mundo de terror, de opresión, de miedo? Sin embargo, donde surge un cristiano allí el mundo se asombra. 800 millones de hombres tienen la posibilidad de asombrar al mundo. Tal vez alguno haga uso de esta posibilidad. Pues incluso el peor mundo cristiano sería preferible al mejor mundo pagano, porque en el mundo cristiano hay lugar para aquellos a quienes ningún mundo pagano dio cabida. Hay no sólo lugar, sino también amor para los aparentemente inútiles. Yo creo en Cristo. Y creo que 800 millones de cristianos pueden cambiar el rostro de esta tierra». Si Cristo muriera otra vez, ahora en el corazón de los hombres, el mundo se hará irrespirable, animal, salvaje. Del arrojo de ustedes depende que el mundo siga siendo un mundo humano. Sus ojos eran dos antorchas, y sus brazos dos llamaradas. Yo hubiera querido seguir escuchándolo pero, de pronto, sin saber cómo, desapareció.