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06:39 martes 12 febrero, 2019
PLUMAS NACIONALESEditorial EL UNIVERSAL / Política social: ¿repartir dinero sin intermediarios?
El nuevo gobierno está realizando cambios importantes en la política social. Uno de ellos es el uso creciente de transferencias monetarias. Es el caso de los programas para jóvenes, para adultos mayores, para personas con discapacidad y recientemente se ha incluido también a usuarias de estancias infantiles de Sedesol. Las transferencias monetarias directas no son nuevas en México o en el mundo. Hay varias discusiones abiertas por los mensajes del presidente en las mañaneras. Por ejemplo, si las transferencias monetarias pueden sustituir otras formas de política social, como las estancias infantiles, o si se debe eliminar la posibilidad de coinversión de recursos públicos con las organizaciones civiles. Eso será materia de otros textos. Pero la pregunta de fondo es ¿quiénes recibirán esas transferencias? Se dice que las transferencias directas evitan la corrupción de los “intermediarios”. Lo cual siempre tendrá base de realidad, dada la cultura clientelista heredada por décadas. Pero no basta evitar a las organizaciones “intermediarias” que se quedan con una parte de los recursos o los desvían. Las transferencias monetarias solo pueden ser mejores si la selección de quienes las reciben y la vía de entrega cumplen con un conjunto de normas de transparencia, equidad, certeza y vigilancia externa. Las transferencias monetarias directas pueden ser también otra forma de corrupción y un reforzamiento de una de las prácticas más deleznables: el lucro político y económico con la pobreza. Realizar la selección de quienes recibirán las nuevas transferencias mediante una estructura partidista y usar una tarjeta bancaria ligada a una cadena comercial (Banco Azteca – Elektra), mediante una asignación directa sin licitación, no son una mejora. Hay cada vez más indicios que el “censo” aplicado por el gobierno desde la etapa de transición estuvo basado en la estructura electoral de Morena. Esto desvirtúa de origen el propósito social, para convertirlo en un mecanismo de clientelismo electoral. Este censo inició durante la transición cuando no había servidores públicos involucrados. Lo cual lo ubica en abierta ilegalidad. Esta estructura se ha mantenido. Así lo corroboran algunos de los “siervos de la nación” involucrados en ese “censo”, según reportaje de Animal Político (https://bit.ly/2TeckXk). Además de los problemas técnicos, por la impericia y prisa, la posibilidad de que ahora los nuevos “intermediarios” estén vinculados a un partido político representa un retroceso grave. Asignar subsidios de recursos públicos a una lista emanada de un partido político o de “particulares” viola abiertamente la Constitución, las Leyes de Responsabilidades Administrativas, de Desarrollo Social y de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria y es contrario a toda lógica democrática. La gran aprobación del nuevo gobierno y la clarísima hegemonía política lograda por el Presidente no requieren este tipo de estructuras clientelistas. En cambio, sí ponen en riesgo los objetivos sociales y los resultados de esos programas. Es mucho más probable que a la postre sirvan más a liderazgos locales, que a las aspiraciones de quien ya detenta el poder ejecutivo. La discusión hoy parece centrada en si las transferencias monetarias evitan la corrupción generada por “intermediarios”. El problema de fondo es si se reeditará el clientelismo que tanto se combatió. Y otro aspecto no menor es si Banco Azteca cobrará por las transferencias. Los tres nuevos programas cuentan con un presupuesto de casi 150 mil millones de pesos. Si Banco Azteca cobra al menos 1% de comisión se embolsará 1,500 millones de pesos este año. Además de las ventas que logre captar en Elektra con sus “abonos chiquitos” y del margen de manejo financiero que logre. Esto aún no se sabe. Tampoco sería buena noticia. OPINIÓN / El país que merecemos
En su más reciente libro, Héctor Aguilar Camín argumenta que México es un país de “historia larga”, es decir, un país en el que hay una serie de constantes que no cambian, que no evolucionan, que han marcado la existencia de la nación desde hace siglos y que nos siguen acompañando en el presente. Y tiene razón. Se pueden trazar líneas de continuidad histórica desde las civilizaciones indígenas anteriores a la colonia, hasta el día de hoy. Una de esas constantes es la violencia: ha sido altísima desde antes de la llegada de los españoles y lo sigue siendo. Otra constante que no nos abandona es la búsqueda y la esperanza de la gente en un gobernante iluminado, de quien se piensa que va a resolver todos los problemas (obviamente, eso ha acarreado tantos gobiernos autoritarios como desilusiones cívicas). Una tercera línea de continuidad histórica tiene que ver con el reconocimiento de los héroes derrotados, dice Aguilar Camín: “No sólo preferimos a los héroes violentos. Nos gustan además los derrotados”. Ese tipo de personajes son los que ocupan el lugar más alto en el panteón de la gloria nacional. Lo que no se observa en ese mismo panteón es el reconocimiento de la patria a los empresarios que expandieron nuestra economía, a los profesores que educaron a nuestros jóvenes, a los constructores y civilizadores del país. Para ellos no hay estatuas, no hay calles que lleven su nombre. Es el país de los cangrejos, que solamente reconoce a quien es derrotado, de preferencia violentamente derrotado. En México es más famoso El Chapo Guzmán que Jaime Torres Bodet. Se recuerda más a la cantante Jenny Rivera que al rector Javier Barros Sierra. Obtiene más apoyo popular un ex jugador de futbol acusado de violencia de género que un científico que pasa su vida aportando soluciones a los grandes problemas de la humanidad. Eso nos lleva, en palabras de Aguilar, a “dudar de los triunfos de otros, siempre sujetos a sospecha, y a reservar para nuestra admiración la epopeya de los vencidos. Si la derrota es el ámbito de nuestra grandeza, el centro de nuestra pedagogía moral será asumirnos víctimas, caer siempre con la cara al sol”. Es evidente que esa forma de pensar (la del pueblo, no la de Aguilar Camín) no produce grandes avances, no fomenta la imaginación creativa, ni alienta el trabajo en equipo. Las mentalidades derrotistas, la ingenua fe en los caudillos redentores, la visión desastrosa del nacionalismo añejo, han lastrado la historia, han limitado nuestras posibilidades, han carcomido los sueños de muchísimas generaciones. La revolución que hoy necesita México no es política, ni económica. Es la revolución de las mentalidades. Solamente una nueva forma de pensar, podrá permitir que el país remonte los problemas enormes (pero no nuevos) que enfrenta. Durante mucho tiempo hemos intentado construir un país democrático: no lo hemos logrado. Hemos querido ser un país prospero: seguimos atorados en las dificultades de una nación de clase media con millones en la pobreza. Hemos luchado por ser un Estado de Derecho, pero la ley es burlada un día sí y al otro también. Los grandes proyectos modernizadores han quedado truncos. Las regresiones han estado a la orden del día: pensemos en el mucho tiempo perdido por el impacto de la crisis económica de López Portillo en los años 80 del siglo pasado. Recordemos también el desperdicio de la ilusión democrática (y del bono petrolero) por la incapacidad del gobierno de Fox para hacer que México diera un salto hacia el futuro. ¿Estamos condenados, entonces, a la mediocridad perpetua? Aguilar Camín en su libro no es demasiado optimista, pero enfatiza que la receta del desarrollo es conocida: más democracia, más crecimiento económico, empleos mejor pagados, Estado de Derecho para autoridades y particulares, instituciones sólidas, servicio civil de carrera, apertura hacia los mercados internacionales, disciplina fiscal, control del dinero público, independencia judicial. El libro que estoy comentando se llama Nocturno de la democracia mexicana (Editorial Debate). Cierra con textos sobre la pasada campaña electoral y el triunfo de AMLO. ¿Significa esa victoria de la izquierda mexicana un rompimiento con la historia? Aguilar Camín piensa que no: se trata más bien de una regresión. Más de lo mismo, pero con otro nombre. Me parece un diagnóstico por demás atinado.
Frentes Políticos I. ¿Hace falta más presión? Mario Delgado, coordinador parlamentario de Morena en la Cámara de Diputados, reconoció que aún no existen acuerdos suficientes para consolidar el tema de la prisión preventiva por huachicoleo y otros ilícitos. Mañana habrá una reunión con los líderes de las bancadas en el Senado con el fin de llegar a un acuerdo sobre la ampliación del catálogo de delitos que merecen la prisión preventiva oficiosa. “Tenemos que construir un acuerdo político amplio para que pueda transitar en el pleno... Hay varias vías que estamos revisando, pero no tenemos todavía ningún consenso”, señaló el legislador. ¿Acaso son insensibles? Más de 130 personas murieron a causa de una explosión ¿y no existen acuerdos suficientes? No tienen nombre. II. Adiós al dispendio. El glamour institucional también le costaba al erario. Y también se acabó. La fotografía presidencial del pasado sexenio costó poco más de dos millones de pesos en la sesión, impresión, montaje y reproducciones. De acuerdo con solicitudes de información al Inai, la sesión del expresidente se realizó el 29 de diciembre de 2012 y estuvo a cargo de Héctor Armando Herrera Peralta. Sin embargo, la nueva administración rompe con una tradición de 84 años y esa foto oficial presidencial dejará de lucirse. Imagínense: en la información se detalla el pago de 141 mil 984 pesos para Óscar Parra Espinosa, a mediados de 2012, por el servicio “especializado” de fumigación de obras de arte. Demasiado glamour para un país como México. III. Días intensos. María Elena Morera, presidenta de Causa en Común, afirmó que anteriores administraciones han “usado y abusado” de las Fuerzas Armadas al hacerlas realizar labores de seguridad pública cuando no cuentan con un marco normativo para ello, lo que, alertó, pretende perpetuarse con la Guardia Nacional. También criticó que México se encuentra en una emergencia, y “lo que nos proponen es militarizar la seguridad”. Por ello, en entrevista con Pascal Beltrán del Río, dijo que el Colectivo Seguridad Sin Guerra, del que forma parte Causa en Común, presentó al Senado una contrapropuesta de Guardia que busca, entre otras cosas, que el mando en la Guardia Nacional esté a cargo de autoridades civiles. Vienen días intensos en el Senado. Dar vida a la Guardia Nacional exige mayoría calificada y consenso parlamentario. Pero, sobre todo, patriotismo. IV. Muy orondo. Maestros del sector indígena de la CNTE levantaron el bloqueo que inició hace 28 días en la comunidad de Caltzontzin, Michoacán. Rápidamente, el gobernador, Silvano Aureoles, lo compartió como un gran triunfo, sin embargo, las palabras de José Guadalupe Álvarez, secretario de Trabajo y Conflictos de esa sección, lo hunden. “La base reitera la confianza que se tiene el gobierno federal, más no así en el gobierno estatal. Nosotros como educación indígena vamos a apostarle a que el gobierno federal sea el garante de que solucione todos los problemas que tenemos”. Los docentes aseguran que se trata de una tregua para que se den soluciones a los pagos pendientes y a las peticiones hechas al gobierno estatal y federal. Aureoles no ha conseguido nada todavía. V. Alerta. Los maestros de la CNTE en Oaxaca se regalaron tres días más sin clases. Acordaron trasladarse a la Ciudad de México, donde demandarán a la Cámara de Diputados la abrogación de la Reforma Educativa, durante el análisis y discusión de la iniciativa de ley educativa enviada por el presidente, Andrés Manuel López Obrador. La suspensión masiva de la Sección 22, prevista para el 25, 26 y 27 de febrero, dejará sin clases a un millón 500 mil alumnos del nivel básico, medio y normal de maestros. El acuerdo avalado en la asamblea magisterial dispuso que los 82 mil docentes agremiados dejen las aulas para dirigirse a la capital del país. Una pesadilla que no acaba. Caos vial, vandalismo y niños ignorantes. Así no llegaremos muy lejos. BITÁCORA DEL DIRECTOR / Gratuidad
Todavía recuerdo su nombre de pila, pero su apellido se me perdió en la memoria. Se llamaba Pablo. Era bajito y moreno. A veces coincidíamos en el camión que iba de la entonces ENEP Acatlán a la estación del Metro Chapultepec. Éramos compañeros de clase en la licenciatura de Periodismo en esa escuela, hoy facultad de la UNAM. Pablo siempre llevaba el mismo suéter tejido, una camisa limpísima y bien planchada, pantalón de vestir y botas de obrero. De la universidad, él se iba a una fábrica, a cumplir un turno de ocho horas. Yo me iba a mi casa, a hacer tarea y estudiar. Aunque yo no estaba entre los estudiantes más privilegiados de Acatlán, había un mundo de diferencia entre Pablo y yo. La UNAM era un gran igualador social. En el mismo salón podían coincidir un obrero como Pablo y un clasemediero como yo. O eso pensaba. Un día, a mitad de la carrera, Pablo dejó de ir a clases. Me di cuenta cuando no apareció más en la fila del camión. Con otros estudiantes pasó lo mismo. De los más de 80 que comenzamos la carrera, debieron recibirse unos 20. En el caso de Pablo, su deserción me pareció una lástima. Aunque no participaba mucho en clase, era muy buen alumno. Años después, me lo encontré en los pasillos del Metro Balderas. Yo iba hacia una entrevista. Él venía cargando un morral con herramienta. Obvio, lo interrogué sobre por qué no terminó la carrera. “Ibas muy bien, ¿qué te pasó?”, le pregunté. Me contó que había tenido que tomar otro trabajo porque de su ingreso vivían su madre, viuda, y sus hermanos. Por eso había desertado. “No sé ni cómo terminé la prepa”, repuso, alzando los hombros. “Todavía puedes regresar, le comenté. “Ve a Servicios Escolares. No dejes la carrera trunca”. Nos despedimos con un abrazo. No volvería a verlo. Camino a la cita me acordé de mis años en la UNAM. Todos nos beneficiábamos de la educación prácticamente gratuita (20 centavos por semestre), aunque algunos hubiéramos podido pagar algo más. Si Pablo hubiese tenido una beca, estoy seguro que habría terminado sus estudios. La ironía es que el estacionamiento de Acatlán estaba siempre lleno y de buenos coches, algunos del año. Hacia el final de la carrera, yo mismo dejé de tomar el camión e iba a clases en mi primer auto, un vocho modelo 1978. Para ser un verdadero igualador social, la educación universitaria no debiera ser gratuita para todos. Debiera tener un costo para los alumnos cuyas familias puedan pagarla –o pagar algo– y también para quien, con esfuerzo nulo y rendimiento mediocre, decide no aprovechar la oportunidad de estudio que se le está dando. Y debiera no sólo ser gratuita, sino también ofrecer beca a los estudiantes de bajos ingresos y dedicados, como Pablo, que hoy se ven obligados a trabajar mientras cursan la carrera. Por eso me parece lamentable la discusión sobre la gratuidad de la educación superior que se está dando en el Congreso con motivo de la iniciativa para echar abajo la Reforma Educativa que presentó el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Bien hizo el secretario general de la ANUIES, Jaime Valls Esponda, en advertir sobre el boquete que crearía en las finanzas de las universidades públicas estatales la eliminación de las cuotas que cobran ante la falta de un presupuesto suficiente. Como publicó nuestro diario el domingo pasado, con la gratuidad de la educación superior que se establece en la iniciativa referida, las universidades públicas dejarían de recibir 13 mil millones de pesos. La gratuidad que pretende el gobierno federal afectaría académicamente a todos los alumnos. Es demagógico impedirles cobrar cuotas sin un aumento en su presupuesto que sea equivalente. Pero, además, la gratuidad universal es una equivocación por las razones mencionadas. Sólo asegurará que los estudiantes con recursos puedan seguir estudiando sin exigir, a cambio, un rendimiento escolar aceptable y sin poder garantizar que quienes egresen de las aulas conseguirán empleo. Ante la exigencia válida, planteada por Valls Esponda, para que se aclaren las dudas sobre la redacción de la iniciativa, el subsecretario de Educación Superior de la SEP, Luciano Concheiro Bórquez, sólo alcanzó a cantinflear en defensa de la posición del gobierno. “La gratuidad y la obligatoriedad (de la educación superior), yo les diría que sí tenemos pensado lo que esto significa, por supuesto es una limitante, pero es un compromiso en el, digamos, transitorio octavo, se habla de gradualidad, pero precisamente porque en términos responsables lo que nos proponemos es cumplir este aspecto e irlo construyendo, pero representa efectivamente una política que no puede ser de Gobierno, sino que tiene que ser de Estado”. Más honesto sería decir que lo prometieron en campaña sin reparar en los efectos que tendría.