Vínculo copiado
¿En dónde reside el secreto de tan maravillosa curación?
20:02 sábado 2 febrero, 2019
ColaboradoresLos beduinos emplean un método muy especial para curar a los enfermos mentales de su tribu: cuando uno de ellos empieza a sumirse en estados de tristeza prolongados, o a delirar, o a mostrar síntomas de eso que antes todos llamábamos locura, los demás miembros del grupo –hombres, mujeres, ancianos y niños- se reúnen en torno a él y le cantan, y le bailan, y en poco tiempo el enfermo vuelve a estar sano otra vez, por lo menos en la mayoría de los casos. ¿En dónde reside el secreto de tan maravillosa curación? Veámoslo. Según el doctor Claude Miéville, famoso especialista francés en trastornos mentales, la locura consiste en esto: «En que el enfermo psíquico termina por aislarse, por encerrarse en un mundo propio… Hubiera podido encontrar el equilibrio confiándose a otros, representando una comedia y jugando un papel, pero su drama es que termina por aislarse. Y alienarse, en cierto sentido, es aislarse de los demás y no poder ya comunicarse con ellos… Yo creo que la locura es este corte, esta ruptura con los demás, no sólo con la sociedad, sino con todo: encerrarse en un mundo que se cierra sobre sí mismo». Y concluye el doctor Miéville:
«Sólo mediante un comienzo de relación con otro puede el enfermo empezar a encontrar un modelo, a identificarse con él y a tratar de rehacerse a sí mismo». Los habitantes de aquellas tribus del desierto lo sabían: la locura es una puerta que se cierra al mundo, pero que puede volver a abrirse con diálogo, danzas, canciones y compañía. Por eso cantan y bailan en torno a sus enfermos, y como diciéndoles: «Es verdad que los habíamos tenido muy olvidados, que casi no hablábamos con ustedes, pues la vida es dura para todos y cada uno debe ver cómo consigue su pan, pero aquí estamos con vosotros otra vez. Nunca es tarde para volver a empezar». En Nudo de víboras, la novela de François Mauriac (1885-1970), Luis, el viejo abogado, el avaro marchito, escribe una vez estas palabras a su mujer; se las escribe porque no tiene el coraje de decírselas de frente y a la cara: «Si hablo solo es porque siempre estoy solo. Al hombre le es necesario el diálogo». Sí, al hombre le es necesario el diálogo, el abrazo, la comunión. Ahora bien, de entre los hombres y mujeres que caminan por las calles gesticulando, haciendo carantoñas o jalándose los cabellos, ¿cuántos habrá que han sido mal amados y se han puesto a gritar a las piedras porque no ha habido nadie en este mundo que los quisiera escuchar? El hombre es un ser de palabra, y si no encuentra unos oídos dispuestos a recoger su voz, se pondrá a conversar con las piedras. ¿Locura? No exageremos: falta de amor, simplemente. Luis, el personaje de Mauriac, también lo sabía: al hombre le faltan las palabras, y si no las tiene (porque los demás no tienen tiempo para hablar con él, o simple y sencillamente porque no les da la gana), pronto o tarde se pondrá enfermo y acabará enloqueciendo. Paul Tournier (1898-1986), el fundador de la llamada «medicina de la persona», también sabía que el diálogo es curativo y por eso recomendaba a los médicos dos cosas: saber escuchar y luchar contra la prisa: «Escuchar clara y apasionadamente -solía decir-, es el primer paso hacia la salud». Sus conversaciones junto a la chimenea de su casa se hicieron famosas, y valiéndose de ellas aprovechaba la ocasión para curar a muchísimas personas. Cuando algún necesitado le decía que quería verlo, él lo invitaba a su casa y se ponía a platicar con él: «Venga entonces esta tarde y hablaremos junto al fuego». «Allí –explica en su bellísimo libro El hombre y su lugar- yo ya no era el médico que daba un diagnóstico, sino un hombre que se encontraba con otro hombre. Pues hay en cada vida problemas que sólo encuentran su solución en la comunión humana. Mis enfermos, en el fondo, buscaban durante mucho tiempo a alguien que pudiese ayudaros a vencer sus dificultades, a librarse de sus complejos y hasta de sus remordimientos». Una chimenea encendida, un sillón junto a la lumbre, una presencia amiga y una conversación reposada que no puedan interrumpir los chillidos de nuestros teléfonos celulares: esto –asegura el doctor Tournier- es mucho más terapéutico que una cura larga y desesperante a base de antidepresivos y ansiolíticos. Cuando, hace poco, enseñé a un amigo mío, psicólogo de profesión, el libro donde yo había leído esto que hacían los beduinos con sus enfermos, pensé que iba a echarse a reír. Pero no se rió, sino que permaneció pensativo durante largo rato y luego me dijo: -Tal procedimiento no me parece tan descabellado, pero ¿dónde vamos a sacar gente para que cante y baile alrededor de sus enfermos? ¡Todos están hoy tan ocupados en vivir su propia vida que les queda realmente poco, muy poco tiempo para pensar en las ajenas!
Mi amigo tenía razón: ¿dónde vamos a sacar a esa gente? Hoy a nuestros enfermos mentales les damos pastillas para que ellos se curen por sí mismos, cuando quizá lo único que necesiten sea una palabra de afecto y un poco de compañía. Les extendemos una receta, cuando todo lo que les hace falta es un abrazo alrededor de su cuello. Les ofrecemos tabletas –como se le da a un niño un caramelo para que deje de llorar y nos deje en paz- porque no tenemos tiempo para ir a visitarlos. Nos faltan tiempo y ganas para bailarles y cantarles, eso es todo. Si no recuerdo mal, lo único, lo primero que Dios dijo del hombre después de haberlo creado es que no es bueno que esté solo. Que yo sepa, no dijo nada más. Pero no era ésta sólo una afirmación: era una advertencia. ¡Peor para nosotros si pensamos que no existe Dios o que sólo hablaba por no quedarse callado!