Vínculo copiado
La vida sería insufrible –dice Fromm- si no hubiera nadie que nos amara de esta manera: «El amor incondicional corresponde a uno de los anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser humano; por otra parte, que nos amen por los propios méritos, porque uno se lo merece, siempre crea dudas
00:03 domingo 30 septiembre, 2018
ColaboradoresEn El arte de amar, acaso su libro más importante, Erich Fromm (1900-1980) hizo una distinción entre el amor del padre y el amor de la madre que hasta el día de hoy nadie podría considerar ya superada. Sobre todo, dejó bien claro que el padre y la madre, aun cuando amen a sus hijos hasta dar la vida por ellos, no expresan nunca su amor de la misma manera. El amor de la madre –dice Fromm allí- es un amor tierno e incondicional; así sea su hijo un perfecto calavera, ella lo querrá lo mismo, pues es carne de su carne y calcio de sus muelas. El hijo no tiene que hacer nada para conquistar el amor de su madre: lo tiene ya, y, haga éste lo que haga, ella lo amará sin tregua ni reposo. ¿Quién no anhela un amor así? Todos necesitamos un amor que nos soporte y nos acaricie y nos consuele, sea lo que fuere lo que hayamos hecho o, incluso, lo que no hayamos podido hacer. La vida sería insufrible –dice Fromm- si no hubiera nadie que nos amara de esta manera: «El amor incondicional corresponde a uno de los anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser humano; por otra parte, que nos amen por los propios méritos, porque uno se lo merece, siempre crea dudas; quizá no complací a la persona que quiero que me ame; quizás esto, quizás aquello, siempre existirá el temor de que el amor desaparezca». Pero con el amor de la madre uno puede estar seguro que no desaparecerá: es un amor que invita al reposo, al sosiego y a la seguridad. El amor del padre, en cambio, es de otra índole: no descansa sobre la seguridad, sino sobre la actividad. Él quiere a su hijo tanto como su madre, sólo que es menos tierno en sus demostraciones afectivas y también más exigente. «El amor paterno –apunta Fromm- es condicional. Su principio es: «Te amo porque llenas mis aspiraciones, porque cumples con tu deber, porque eres como yo». Así, si el amor de la madre encarna la dulzura, el amor del padre exige el vigor, el esfuerzo y la disciplina: es un amor a veces rudo, pero tan real como el de aquélla. «Si no llegas a casa a las 11 de la noche, como está estipulado en las normas de la familia –advierte el padre a su hijo adolescente que va a la primera fiesta escolar de su vida-, mejor ni llegues, porque no te abriré la puerta». Y la verdad es que cumple su palabra: él, a las once y un minuto, sencillamente se echa a roncar. La madre, no. Ella, aunque su hijo llegue a las 4 de la mañana, no sólo le abrirá la puerta sino que además le preguntará si ya cenó. «La conciencia materna dice: “No hay ningún delito, ningún crimen que pueda privarte de mi amor, de mi deseo de que vivas y seas feliz”. La conciencia paterna dice: “Obraste mal, no puedes dejar de aceptar las consecuencias de tu mala acción y, especialmente, debes cambiar si quieres que te aprecie”». El amor de la madre está siempre allí, firme como una montaña; el amor del padre está también allí, pero como la roca de un acantilado que de un momento a otro puede venirse abajo atropellando a quien se encuentre a su paso. Recuerdo que un día, cuando era niño, fingí sentirme mal para no tener que ir a la escuela. Mi madre me palpó la frente con el dorso de su mano y, aunque no notó en mi temperatura corporal nada alarmante, me preguntó si me tomaría un té medicinal para que me sintiera mejor. Yo le dije que sí, haciendo que mi voz sonara tan abatida y quejumbrosa que diera lástima sólo el escucharla. Pero en eso llegó mi padre y la comedia, en apenas dos minutos, se convirtió en tragedia. Sin tocarme siquiera la frente, me tiró de una patilla, diciendo: «Si vas a la escuela así como estás, te dolerá sólo lo que dices que te duele; pero, si te quedas aquí, además de la cabeza te dolerá otra cosa». Y ya se quitaba el cinturón cuando salí de entre las cobijas y partí como de rayo a suplicarle al director que me dejara entrar aunque fuera un poco tarde. Hoy me digo a mí mismo que si no hubiera sido mi padre tan exigente conmigo, acaso ni siquiera supiera hoy leer y escribir, pues ¿quién hace siempre de buena gana lo que debe?
Ahora bien, ¿cuál de los dos amores es mejor: el del padre o el de la madre? Hay que decirlo con entera claridad: los dos. El primero es necesario para lanzarnos al combate, y el segundo para curarnos las heridas; el primero para hacernos conocer la dureza de la vida, y el segundo para que experimentemos eso que Flannery O’Connor llamó las dulzuras del hogar. Y que Dios haya querido que naciéramos de un hombre y de una mujer es ya una indicación clara de que ambos amores son necesarios. El hijo requiere ternura, pero también disciplina; requiere caricia, pero también, alguna que otra vez, un coscorrón. Ambos, la caricia y el coscorrón son necesarios, y una educación que prescindiese de cualquiera de estas dos cosas estaría tan desequilibrada como una mesa a la que le faltara una pata. Hay hogares en los que todo es vida, dulzura y esperanza nuestra, y hogares, en cambio, que son verdaderos cuarteles militares en los que hay que caminar siempre a paso redoblado. Ambos hogares son poco formativos, pues a los primeros les falta lo que a los segundos otros les sobra, y viceversa. La pedagogía quiere hoy que los padres sean maternales, pero esto es un soberano error: el padre tiene que ser paternal, pues la tarea de ser maternal compete, ante todo, a la madre. Semejante pedagogía encuentra odiosa esta máxima contenida en la Biblia: «Quien desecha la vara, odia a su hijo; quien le tiene amor, le castiga» (Proverbios 13, 24). Y, sin embargo, dicha máxima es para los creyentes nada menos que Palabra de Dios. Hay también papás que, queriéndose poner a tono con los tiempos que corren, dicen convencidos: «Yo, ante todo, quiero ser el amigo de mi hijo». No se dan cuenta de que, amigos, su hijo ya tiene muchos y que no le hace falta ni uno más, y mucho menos de la edad de su padre. Padre, en cambio, sólo tiene uno, y lo necesita con toda el alma. No, que los padres no sean amigos; que sean simplemente, humildemente, padres.