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Dijo una vez Juan Goytisolo (1931-2017) que el mejor lugar para hacer filosofía era la estación de trenes
00:07 domingo 18 julio, 2021
Lecturas en voz altaDijo una vez Juan Goytisolo (1931-2017) que el mejor lugar para hacer filosofía era la estación de trenes. Yo también lo creo así, a condición de que el tren nos lleve lo suficientemente lejos como para producir en nosotros esa tristeza un tanto metafísica que conocemos con el nombre de nostalgia, ya que es comúnmente en los confines donde solemos los hombres hacernos las preguntas verdaderas: «¿Se acordarán siempre de mí los que dicen quererme, o me olvidarán pronto?, ¿qué es la memoria, qué es el olvido, qué es la muerte?». Según François Mauriac (1885-1970), el famoso novelista francés, «un viaje en ferrocarril es un retiro forzado que nos obliga a meditar sobre nuestro destino» (Fuego oculto). Antes de nuestra partida no nos hacíamos estas preguntas porque creíamos -¡oh insensatos!- conocer las respuestas. ¡Todo era antes tan natural, tan obvio! Pero ahora es diferente: ahora es el momento de la ausencia. En efecto, hay un tiempo para cada cosa: un tiempo para abrazar, y un tiempo para soltar; un tiempo para estar juntos, y un tiempo para separarse; un tiempo para danzar, y un tiempo para sentarse… Y bien, sí, hay que sellar el pasaporte, pues se hace tarde. Una señorita vestida de azul, amable porque se queda donde está, nos conmina a entregarle nuestras valijas. «¿Nos volveremos a ver?». Nadie lo sabe, pero ésta es una pregunta que debe hacerse uno de todos modos. En todo viajero hay un filósofo escondido, es decir, un hombre que se ha convertido en un serio problema para sí mismo. A mí, por ejemplo, cuando tuve que vivir tres años lejos y solo en un país europeo, la pregunta que más inquietó mi espíritu fue el de la mirada. Por decir así, la mirada de los otros fue para mí durante todo ese tiempo un problema filosófico verdaderamente serio. Lo diré de otra manera: lo que me preocupó no fue tanto la mirada, cuanto la casi total ausencia de ella. Por un momento llegué a pensar que en Roma, ciudad en la que viví, no se veía a los extranjeros, y que Italia, en general, estaba habitada por personas más o menos xenófobas, como hoy se las llama. Pero ahora me doy cuenta que al pensar eso fui demasiado injusto con Italia y los italianos. En realidad, no es que en Roma no se vea a los extranjeros; es que en cualquier ciudad del mundo, ya sea italiana, inglesa, portuguesa o mexicana, las personas casi no se ven las unas a las otras. Todos caminan de prisa, mirando hacia otra parte e ignorando a los demás. Recientemente se han escrito centenares de libros para denunciar la extrema vigilancia que es ejercida por el poder económico sobre los ciudadanos del mundo entero; todo lo que éstos realizan deja un rastro que tanto el poder político como el poder económico hacen todo por seguir. Los sitios web que visitamos, los productos que compramos con nuestras tarjetas de crédito, los movimientos que ejecutamos en los bancos y en los grandes establecimientos: todo es registrado, almacenado y utilizado por espías cibernéticos con una precisión casi diabólica. Todo un mundo de comerciantes nos vigila para vendernos algo y hacerse luego con nuestro dinero. ¿Por qué recibió usted ayer, por ejemplo, esa llamada telefónica de la empresa X, si usted nunca ha tenido nada que ver con ella? Ah, porque otra empresa –con la que usted sí tuvo algo que ver hace dos años- le compró la información a aquélla… Sí, estamos más vigilados de lo que creemos; somos menos anónimos de lo que parecemos… Sin embargo, pocos, muy pocos gritos se escuchan para denunciar la situación de que cada vez nos miremos menos los unos a los otros y que el mundo se esté convirtiendo en un desierto en el que la mirada está a punto de desaparecer. Paul Virilio, el filósofo francés, habla de «la muerte de la mirada» para referirse a este desinterés por el otro que consiste llanamente en no reparar en él. En uno de sus libros más profundos (Mundo y persona, 1939) Romano Guardini dejó escrita esta frase digna de reposada meditación: «Cuando Dios me ve no es como cuando un hombre mira a otro hombre, es decir, como un ser concluso ve a otro ser concluso, sino que el ver de Dios me crea a mí». La mirada de Dios, dice Guardini, es profundamente creadora: existimos sólo porque Dios nos mira: vivimos de su mirada; si Dios dejara de vernos aunque sólo fuera un segundo, caeríamos irremediablemente a la nada de la que salimos. «¿Qué hay en el mirar humano que disipa la angustia? –se preguntaba asombrado Eugenio d’Ors (1881-1954)-. Cualquier cambio de mirada entre los hombres es ya un principio de pacto. El lento paseo de unos ojos sobre un objeto, define ya el objeto y, en cierto sentido, lo enraíza». En un cierto sentido también, el otro –el prójimo-, al igual que Dios, cuando me ve, me crea, me ancla en el ser. Existir es ocupar un lugar en el espacio de una pupila. Y, así, cuando alguien pasa a nuestro lado sin vernos es como si no existiéramos para él. Desde este punto de vista, ignorar es matar; es realizar lo contrario de Dios: una labor de satanismo. «Tú, además –hace decir François Mauriac a uno de los personajes de Nudo de víboras, esa novela imprescindible-, tenías la insolencia de no mirar a los otros, que es una forma elegante de suprimirlos». ¡Qué diferencia, en cambio, cuando el otro –cuyo destino se unió al mío aunque sólo fuera por unos momentos- nos mira con atención y simpatía! Entonces nos sentimos vivos y experimentamos la solidez existencial, pues es como si hubiéramos sido rescatados de una lejanía infinita, de un olvido. Mirar al otro, detener en él nuestra mirada es hacer como Dios; es, en cierto modo, parecerse a Él y realizar una acción de dimensiones casi divinas.