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Juan Jesús Priego
00:16 domingo 17 septiembre, 2017
Lecturas en voz altaDesde niño he sentido un gran respeto por los símbolos patrios. Recuerdo que cuando veía en la televisión que los norteamericanos utilizaban los motivos de su bandera para decorar toallas, calzoncillos y bikinis, francamente me horrorizaba. «¿Cómo es que estos señores pueden hacer algo así con una cosa tan seria?», preguntaba a mi padre, que disfrutaba ver en mí el nacimiento de las pasiones nacionales. Una vez, ya en la escuela, hice esta misma pregunta a uno de los del personal docente, cuyas pasiones nacionales eran todavía más exacerbadas que las mías, el cual me respondió así: «Es que esos gringos son todos unos mal nacidos. Si no quieren ni a su madre, ¿crees tú que van a respetar sus símbolos patrios? Además, esos desgraciados nos robaron la mitad del territorio». Lo del territorio era algo que no venía al caso, pero lo mismo daba: él quería, como quiera que sea, insultar a los gringos. Este amor por la bandera se veía casi siempre reforzado por las poesías que debíamos aprendernos de memoria, so pena de no aprobar la materia de español. ¡Y cuánto sentimiento poníamos entonces en hablar del verde, color de la esperanza; del blanco, síntesis de todos los colores; del rojo, símbolo de la sangre de los mártires de la nación y, por supuesto, del águila! ¡Ah, qué cosas no decíamos de esa águila majestuosa que nos libraba a los mexicanos de las insidias de la serpiente! En mi imaginación, la serpiente de la bandera era la misma serpiente del paraíso que hizo pecar a Adán y Eva. ¡Duro, pues, con ella! El amor a la bandera forma parte de mi historia personal. No obstante, conforme ha pasado el tiempo, éste y otros símbolos venerables han ido adquiriendo en mi conciencia sus justas proporciones. Y con esto no quiero decir que los respete menos, sino que ahora los tengo por lo que son: símbolos, es decir, realidades materiales que remiten a nociones mucho más abstractas como son patria, pueblo, nación, etcétera. Una bandera «simboliza» a un pueblo, habla de él y remite a él, pero no es el pueblo. Esto, que en teoría parece ser de lo más evidente, ya en la práctica no lo es tanto. Porque así como hay fariseos en el ámbito religioso, así hay fariseos también en el ámbito civil. El fariseo se caracteriza por quedarse siempre en la superficie de las cosas, por no querer ir más allá, limitando su piedad a puros actos exteriores. El fariseo religioso ayuna para que lo vea la gente, pero el fariseo civil saluda a la bandera para parecer muy patriótico y así hacerse apto para sentarse –muy cómodamente, por cierto- en una de las sillas del poder. Sus ambiciones son siempre políticas, es decir, económicas. Externamente, ama la bandera, pero internamente detesta al país que esta bandera simboliza. Éste, a la hora de los honores, se cuadra, saluda, se pone tieso y canta orgulloso el himno nacional, aunque a la hora de cobrar sus honorarios (hecho de muchos, muchos, muchos ceros) México y los mexicanos les importen un comino. Ah, y cuando escucha la noticia de que un artista de tercera categoría ha cantado irreverentemente en un estadio del mundo su himno nacional, ¡cómo se indigna! Pareciera que en su corazón no hay lugar más que para los amores natíos. Y está bien que lo haga. Pero si igualmente se indignara por la impunidad que planea soberana sobre nuestras cabezas e hiciera algo por combatirla, eso sí que sería verdadero patriotismo. Pienso en nuestros caminos recién construidos y ya despedazados, en nuestras calles llenas de baches (calles apenas reparadas unas semanas antes), en colonias enteras que se hunden a causa de nuestro pésimo desagüe. Una lluvia tenue, fina, es capaz de hacernos perecer a todos. Me pregunto lo que sería de San Luis Potosí si tuviéramos la desgracia de sufrir una verdadera catástrofe natural. Seguramente desaparecería del mapa. ¡Todo está tan lastimosamente hecho! Es como una ciudad toda de mampostería. Ya sé que alguien se indignará por esto que estoy diciendo; no obstante, lo dejo como está, pues la solución no es indignarse, sino poner remedio. Me pregunto quién controlará la calidad de estas construcciones que con tanto orgullo inauguramos, y, sobre todo, si esta calidad corresponde realmente a las cantidades que aparecen en las facturas. ¿No se ha vuelto demasiado peligrosa nuestra ciudad? Conste que hablo de San Luis sin rubor, sabiendo que lo que he dicho de esta ciudad vale para casi todas las ciudades de nuestra República. ¡Casi todas adolecen de los mismos defectos y son víctimas de los mismos vicios! Y luego, ¿no es una burla llamar servidores públicos a unos individuos que cobran demasiado caro sus servicios? ¡En un pueblo de la Huasteca potosina una alcaldesa se pagaba a sí misma 100 000 pesos al mes! Es claro que ni el aguinaldo ni las otras prestaciones estaban incluidos en esta fabulosa cantidad. Pero no, no me engañan, no nos engañan: para que tuvieran derecho a llamarse servidores, otros sueldos más modestos deberían pagarse. Hacer las cosas bien, pensar en los que menos tienen, servir al pueblo con mayor desinterés (y no hacerse pagar por ello cantidades fabulosas): ¿no sería esta la mejor manera de honrar al país, en vez de gritar unas porras que luego el olvido apaga y el viento se lleva? Que me perdonen los lectores de Global Media por este desahogo. Prometo, en lo sucesivo, ser más circunspecto y discreto.